Por Antonio Saco Cid
Lúa era una niña celestial, soñadora, sonriente y amable.
Como cada día festivo, salió con sus padres a pasear al calorcito de los suaves rayos solares del frío invierno. Yendo por una calle, se soltó de su hermano y se acercó a una pintura hecha sobre una fachada: una espiral, llena de vida en su arranque, que iba estrechándose, terminando en un débil punto luminoso en el centro de aquella imagen. Intuía su profundidad y acercó la mano para palparla.
Apenas sus deditos tocaron la piedra, sintió que era absorbida, que abandonaba aquel mundo en el que vivía, y se encontró volando en la nada, mundo negro azabache, arrastrada velozmente hacia el débil punto blanco del final de aquella profunda cinta curvada.
Le inundaba una paz interior distinta de la de su vida terrena, no oía, no olía, no sentía, estaba en la perfección infinita. Cuando surcaba el vacío, corriendo rauda hacia aquel destino débilmente luminoso, se pusieron a su lado seres que hablaban un idioma que no entendía pero del que comprendía todo. Juntos aparecieron ante aquella señal, en la última voluta, donde había un portal de belén, niño en pesebre, madre cuidándole y padre expectante. Los acompañantes dieron a entender a Lúa que había llegado la Navidad.
Súbitamente la niña sintió en su hombro un toque que le empujaba fuera de aquella placidez absoluta y comenzó el inexorable regreso al mundo en el que sus manos, sus oídos, su olfato, todo volvía a percibir las sensaciones anteriores.
Llegó a perder el equilibrio y su hermano le ayudó; prosiguieron caminando bajo el débil calor de aquellos rayos solares del frío invierno.
En su cabecita entró un pensamiento: la Navidad es hallar la paz y la inmensa tranquilidad que yo he sentido ante aquella débil señal luminosa.