Hoy se cumplen 302 años de la captura y muerte de Edward Thatch, más conocido como Barbanegra, uno de los piratas más temidos y rodeados de leyenda del Nuevo Mundo. Cuentan que, a la hora de asaltar barcos, solía esconder cerillas y brasas encendidas entre el pelo de la cabeza y la barba, para obtener un aspecto demoníaco. Gracias a eso, pocas de sus víctimas se resistían.
Todo empezó con la guerra de sucesión española, que supuso, tras la muerte sin descendencia del rey Carlos II en el año 1700, el final de la Casa de Austria. La herencia de la Corona de España se debatía entre Felipe de Anjou, de la Casa de Borbón -apoyado por la Corona de Castilla y por Luis XIV de Francia- y el archiduque Carlos de Austria, de la Casa de Habsburgo –apoyado por la Corona de Aragón y por el emperador Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico-. Para complicar aún más las cosas, el Reino Unido declaró la guerra a España y Francia en 1702, no solo por influir en la cuestión sucesoria, sino por la disputa de los territorios del Nuevo Mundo. Las colonias británicas estaban en conflicto permanente con las españolas y francesas por asuntos fronterizos y eso pronto llevó a un enfrentamiento armado: la guerra de la reina Ana. Hasta 1713, las tropas británicas asaltaron las rutas de comercio que habían establecido las otras naciones, tanto por mar como por tierra, y para ello contrataron a marinos independientes, que se dedicaron a asaltar barcos enemigos bajo una patente de corso.
Es lo que se denomina un corsario: un bandido del mar que actúa para un determinado gobierno, solo ataca a los navíos rivales, respeta a los propios y entrega un tanto por ciento de las ganancias a sus protectores, que de paso perdonan sus crímenes. De esta manera, muchas naciones lograron aumentar su flota naval sin tener que pagar el coste de un barco, mantener a la tripulación o responder de su comportamiento. Y a cambio, los corsarios obtenían riquezas y a veces un buen cargo con el que retirarse. Así le ocurrió a Henry Morgan, que había asaltado la ciudad española de Panamá en 1671 y luego llegó a ser nombrado caballero de Su Majestad y gobernador de Jamaica en 1674.
El problema con los corsarios que servían a la Corona británica durante la guerra de la reina Ana fue que, tras el armisticio y la firma del tratado de Utrecht, dos terceras partes de la flota quedaron sin ocupación, por lo que muchos pasaron de corsarios a piratas, es decir, empezaron a asaltar cualquier clase de barco, sin respetar ninguna bandera. Los gobernadores de las colonias llegaron a protegerlos en muchos casos a cambio de buenos precios en las mercancías incautadas.
Esa es, a grandes rasgos, la historia de Edward Thatch, también conocido como Edward Teach o Barbanegra, de quien se cuenta que nació en Bristol en 1680 y sirvió como corsario de la Marina Real hasta el tratado de Utrecht. Después se estableció en la isla de Nueva Providencia junto a otros piratas, que la convirtieron en su base de operaciones y desde allí atacaron con frecuencia convoyes españoles. Al principio, Barbanegra sirvió a las órdenes de Benjamin Hornigold, uno de los grandes patriarcas de la piratería en el Nuevo Mundo, pero enseguida decidió actuar por su cuenta, con base en Ocracocke, Carolina del Norte. Navegó junto a Stede Bonnet, apodado «El caballero pirata», y en 1717 apresó un gran buque francés llamado Concorde, una pinaza de 300 toneladas y 16 cañones que se dedicaba al comercio de esclavos. Barbanegra lo armó con 40 cañones y una tripulación de 150 piratas y lo rebautizó La venganza de la reina Ana -en referencia a las persecuciones que estaban sufriendo los jacobitas después del levantamiento de 1715-. La actuación más recordada con este barco fue el bloqueo del puerto de Charleston, en Carolina del Sur, de donde La venganza de la reina Ana no permitió que saliera nadie hasta que su capitán obtuviera un rescate de mil quinientas libras.
Charles Eden, gobernador de Carolina del Norte, se convirtió en el mejor aliado de Barbanegra, ya que encubría sus actividades a cambio de una participación en los beneficios de los asaltos. Incluso permitió que el pirata comprara una villa en Bath, se casara en repetidas ocasiones y asistiera a las fiestas de la alta sociedad, entre la que se convirtió en un personaje muy querido. Allí hacía gala de sus aventuras, como el enfrentamiento directo con un barco de guerra de Su Majestad, el HMS Scarborough, que tuvo que retirarse debido a la superioridad de La venganza de la reina Ana.
Pero la vida del pirata tenía un tiempo de vida muy corto. Muchos eran apresados o se acogían a las ofertas de perdón real a cambio de sus servicios. En 1721, Benjamin Hornigold solicitó el perdón al gobernador de Bahamas, Woodes Rogers -que también había sido corsario-. Stede Bonnet hizo lo propio en 1718 con el gobernador de Carolina del Norte, igual que había hecho Barbanegra. Para entonces, Teach ya se había deshecho de La venganza de la reina Ana -que dejó embarrancada en Beaufort, Carolina del Norte- y continuaba sus actividades con un navío más pequeño, el Aventura.
Pero el gobernador de Virginia, Alexander Spotswood, estaba cansado de las actividades de los piratas y de la connivencia que mostraban con ellos los políticos, de modo que en 1718 entregó una flota de cuatro navíos al capitán Robert Maynard: los buques de guerra HMS Pearl y HMS Lyme y las balandras Ranger y Jane. El encargo era sencillo: volver con la cabeza de Barbanegra.
Maynard zarpó de Hampton, Virginia, y se enfrentó al Aventura en la ensenada de Ocracocke. El enfrentamiento resultó tan brutal que los piratas lograron volver las tornas y Barbanegra y los suyos abordaron el Ranger, donde se había refugiado Maynard. Pero en realidad todo era un truco y los soldados británicos asomaron de sus escondites en cuanto vieron llegar a los piratas. Maynard se enfrentó en duelo con Barbanegra y logró disparar sobre él dos veces, pero aun así este no cayó. Hicieron falta más de veinte heridas de espada y cinco disparos para acabar con la vida de una de las mayores leyendas de la piratería. Inmediatamente, Maynard lo decapitó y colgó su cabeza del bauprés, para que todos la vieran a su regreso a Hampton. Tiempo después, la cabeza fue colocada sobre una estaca en la desembocadura del río Hampton, para disuadir a futuros piratas.
La leyenda había comenzado. Howard Pyle y Daniel Defoe escribieron sobre él en sus obras acerca de la historia de la piratería. Ocracocke le debe mucho de su fama y por ello hay numerosos lugares que llevan su nombre y que se han convertido en atractivos turísticos, como una casa en la que supuesta vivió y que recibe el apelativo de «El castillo de Barbanegra». Es más, por toda la región se cuenta que muchas noches puede verse un cuerpo decapitado que vaga sin rumbo en busca de su cabeza, o que existe un tesoro enterrado que nadie ha encontrado jamás.
En Hampton se celebra una fiesta especial cada 22 de noviembre en honor del capitán Maynard y en Carolina del Norte fue hallado en 1996 un pecio hundido frente a sus costas que podría corresponder a La venganza de la reina Ana.
Barbanegra ha protagonizado desde entonces numerosas películas, series, novelas y videojuegos, como muestra del encanto que rodea, todavía hoy, a aquellos personajes siniestros, crueles y terribles, que imponían su propia ley en el Nuevo Mundo. La piratería ha sido una ocupación muy habitual durante toda la historia, pero en nuestra imaginación siempre estará unida al mar Caribe, los barcos españoles cargados de riquezas, ensenadas, cuevas, cañones, sables y abordajes.
Y a un cierto romanticismo que tiene más de literario que de real, pero que ha convertido a seres como Barbanegra en inmortales.