Hoy se cumplen 416 años del final del sitio de Ostende, una de las mayores carnicerías de la historia militar, que incluso horrorizó a sus propios contendientes y obligó a proclamar una tregua, de tan terribles como habían sido las pérdidas humanas y económicas en ambos bandos.
Felipe II no era su padre. El gran césar, Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, rey también de Italia, Sicilia y Cerdeña, había llegado a sus nuevos dominios de Castilla y Aragón sin saber hablar una sola palabra en la lengua de su madre y trayendo consigo a una comitiva de nobles y funcionarios extranjeros. Eso no fue muy bien recibido por aquellos que habrían de ser los súbditos del nuevo monarca —a quien se concedía un poder nunca visto en la Península—, hasta el punto de que las Cortes de Castilla le pidieron, al momento de su coronación, que aprendiera el idioma, que nombrara cargos locales, que dejara de enviar fuera los bienes de la Corona y que tratara mejor a su madre, Juana, reina de Castilla. Pero lo que en España era percibido como negativo del rey se ganaba los favores de sus ciudadanos del norte de Europa. En Germania y en la región de los Países Bajos veían con buenos ojos a ese Habsburgo centrado en sus intereses, aunque también gobernara otros territorios del sur.
Felipe II actuó de manera muy distinta. Nacido en Valladolid y criado en España, no aprendió a hablar correctamente en flamenco. Subió al trono en 1565 por abdicación de su padre y llegó a crear un imperio que, por primera vez en la historia de la humanidad, abarcaba los cinco continentes. Fue el momento de mayor esplendor para la Corona de España, pero eso no significa que no hubiera problemas.
Con frecuencia se ha dicho que la Edad Moderna —que, según unos historiadores, empezó con el descubrimiento de América, en 1492; y según otros con la caída de Constantinopla, en 1453— fue la época de la restitución de los grandes imperios, de la desaparición de los pequeños señoríos feudales en favor de grandes bloques que llegaron a ser supranacionales, como la España de los Habsburgo y el Imperio otomano de los Osmanlíes. Pero también resultó la era del protestantismo, que fraccionó la Iglesia occidental en muchas confesiones distintas, a veces separadas entre sí por dogmas de fe, a veces por el radicalismo con el que defendían sus postulados y a veces solo por cuestiones geográficas de dónde se habían asentado. Anglicanos, calvinistas, hugonotes, puritanos… Establecer las semejanzas y diferencias entre ellos requeriría un artículo mucho más extenso. Bastará decir que el calvinismo arraigó enseguida en los Países Bajos, al tiempo que la región empezaba a prosperar económicamente y a sentirse agraviada por su distancia a la capital del imperio. Existen abundantes escritos acerca del desarrollo del calvinismo y su relación con el capitalismo incipiente de la Edad Moderna, de modo que tampoco entraremos ahí. La región de los Países Bajos reclamó para sí unas libertades, tanto religiosa como comercial, que ni Carlos antes ni Felipe después estuvieron dispuestos a conceder, lo que fomentó su discurso del agravio. Por el norte, además, los corsarios ingleses hacían estragos en los envíos de riquezas de la Corona, lo que la puso en aprietos aún mayores.
En 1566 dieron comienzo los tumultos armados por parte de grupos calvinistas, que se dedicaron a atacar iglesias por todos los Países Bajos y acabar con las imágenes sagradas, en represalia por la negativa a su libertad religiosa. Este hecho ha recibido el nombre de «Beeldenstorm» o «asalto a las imágenes» y tuvo su eco en muchos otros sucesos parecidos que tuvieron lugar por toda Europa, en relación con el auge de los movimientos protestantes en cada país.
Desde 1558 era gobernadora de los Países Bajos Margarita de Parma, antes Margarita de Austria, hermana del rey Felipe II y duquesa consorte de Florencia y Parma. Ella logró apaciguar los ánimos por medio de la diplomacia, pero eso no dejó satisfecho a su hermano, que en 1567 mandó allí un ejército liderado por Fernando Álvarez de Toledo, III Duque de Alba de Tormes, conocido como «el Gran Duque de Alba», y apodado por su crueldad como «el duque de hierro». Este empleó toda la represión de la que fue capaz, por medio de juicios, ajusticiamientos y confiscación de propiedades. Formó el llamado Tribunal de los Tumultos, al que la población general bautizó como «el Tribunal Sangriento». Por sus sentencias fueron ejecutadas más de mil personas en los siguientes nueve años, incluyendo nobles muy influyentes, algunos de ellos leales a Felipe. Pero la justicia de Álvarez de Toledo golpeaba sin inmutarse, al tiempo que exprimía todavía más a la población con impuestos que se destinaban al mantenimiento de aquellos soldados. A partir de ahí, las cosas solo fueron a peor. Los nobles locales se pusieron a la cabeza de un verdadero levantamiento militar, con personajes tan ilustres como Guillermo de Nassau, príncipe de Orange. Y España envió a los Tercios, la mejor infantería del mundo en aquella época, y que habría de serlo durante bastante tiempo más.
Así fue como empezó la llamada Guerra de Flandes o Guerra de los Ochenta Años, en la que se decidía la sumisión de los Países Bajos a la Corona española. Uno de los principales problemas fue que ninguno de los bandos consiguió una victoria rápida, como pretendía, y el asunto se enquistó, con la colaboración de diversos países en uno u otro lado. Los gobernantes cambiaron y la situación se volvió cada vez más delicada. Felipe III subió al trono en 1598, con el hallazgo de unas arcas reales esquilmadas por los gastos de las muchas guerras en las que estaba implicada la nación y una inflación disparada. Por su parte, Guillermo de Nassau había legado sus cargos de representatividad de los Países Bajos en su hijo, Mauricio.
Con el tiempo, Ostende se había convertido en una pieza fundamental de la guerra, tanto a nivel simbólico —era la única población dominada por holandeses en el territorio español denominado Flandes— como por su posición estratégica privilegiada —con acceso directo al mar del Norte, lo que empleaban con frecuencia corsarios holandeses para atacar posiciones españolas—. La ciudad, antes un pueblito pesquero sin demasiado valor económico, estaba fuertemente amurallada desde 1583 y se había convertido en un puerto militar de una importancia drástica. El paso de los años le haría ganar el sobrenombre de «la nueva Troya».
El asedio en sí mismo se prolongó tres años, desde el 5 de julio de 1601 hasta el 20 de septiembre de 1604. La propia orografía beneficiaba a los defensores: la ciudad estaba abierta al mar por el norte, de donde le llegaban refuerzos continuamente; por el este se hallaba protegida por el canal Geule; por el oeste, el canal Old Haven; y por el sur, un pantano imposible de atravesar. Los Tercios pretendieron tapar los canales o crear diques para desviar las corrientes y así poder atravesarlas, pero estos canales estaban controlados con esclusas, de manera que eran los propios sitiados los que abrían o cerraban los cauces. Los bombardeos, asaltos y minas se volvieron corrientes. El campamento de los sitiadores fue creciendo, con unas condiciones higiénicas terribles que provocaron epidemias de forma habitual. Los heridos y muertos se volvieron incontables, con unos médicos desbordados y sin material. La comida y las pagas no llegaban nunca, en mitad de un clima infernal y sin apariencia de que aquella plaza se pudiera ganar en breve, de modo que algunos soldados se rebelaron e incluso cambiaron de bando.
En octubre de 1603, el mando del asedio recayó en Ambrosio Spínola, I Duque de Sesto y Grande de España. Su empeño, su carisma personal y el empleo de su propia fortuna para abonar las pagas y mantener leales a las tropas resultaron elementos decisivos, más allá incluso de su experiencia militar, que era escasa. Ostende cayó en 1604, con un resultado horrendo: más de cien mil fallecidos durante todo el asedio, una ciudad completamente arrasada, unas arcas llevadas al extremo —tres años después, la Hacienda Real se declaró en quiebra— y una guerra que no se vio significativamente alterada por su resultado —solo un mes antes, Mauricio de Nassau había tomado la ciudad de La Esclusa, actual Sluis, que en adelante asumiría el papel de centro militar naval que estaba desarrollando Ostende—.
De modo que, a la postre, no sirvió para mucho, aunque el Gobierno español vendiera la conquista como un logro histórico. La Guerra de Flandes aún habría de durar, con sus idas y venidas, hasta 1648, fecha en la que definitivamente los Países Bajos lograron su independencia, dejando tras de sí un Imperio español totalmente arruinado.
Hasta Diego Alatriste y sus compañeros lucharon repetidamente en aquel conflicto del norte de Europa, como parte de los mejores soldados que había en el mundo en esa época, aunque muchas veces los enviaran a morir en guerras crueles, sin sentido y perdidas de antemano.