Se cumplen 607 años de la toma de Ceuta por parte del ejército de Portugal, lo que supuso el debut en combate de Enrique el Navegante, hijo del rey Juan I de Portugal y uno de los principales artífices de la era de los grandes descubrimientos. Desde ese día, el destino de la ciudad cambió para siempre.
El territorio de Ceuta ha suscitado el interés de la humanidad desde tiempos remotos. Las excavaciones arqueológicas han demostrado que ya estuvo habitado desde la Edad de Piedra, y su localización a medio camino del Atlántico y el Mediterráneo interesó enormemente a fenicios, griegos y cartagineses, los mismos pueblos que establecieron frecuentes rutas de comercio por toda la costa occidental de la Península Ibérica.
Cuenta la leyenda que fue el semidiós griego Heracles, hijo de Zeus, quien separó el continente europeo del africano y permitió así que las aguas del océano formasen un mar interior. En cada orilla del estrecho que había creado levantó una columna que habría de marcar la frontera entre ambos territorios, y este hecho llegaría a ser muy importante para los marinos.
A un lado, Gibraltar; al otro, Ceuta. Las llamadas Columnas de Hércules serían durante siglos la barrera que señalaba el comienzo de lo desconocido, ese Mar Exterior o Mar de las Tinieblas que los cartógrafos imaginaban poblado por seres monstruosos, ninfas maravillosas o islas de ensueño. La Atlántida, el Jardín de las Hespérides o la morada del gigante Gerión se hallaban al otro lado de las Columnas de Hércules, y aventurarse en aquellas aguas siempre suponía una temeridad.
Pero, al mismo tiempo, el norte de África contó siempre con un enorme valor estratégico, por lo que enseguida aparecieron allí colonias de todas las grandes potencias de la Antigüedad. Marinos fenicios llegaron desde el este alrededor del siglo VIII antes de nuestra era (a.n.e.) y fundaron una ciudad llamada Abyla, que luego pasó por manos griegas y cartaginesas. El geógrafo e historiador heleno Estrabón la denominó Hepta Adelphoi —Siete Colinas—, de donde surgió el nombre romano de Septem Fratres —Siete Hermanos— y el bizantino de Septon. Por este hecho, existe un busto de bronce dedicado a Estrabón en el Paseo de las Palmeras de Ceuta, obra del artista local Ginés Serrán Pagán, igual que sus otras esculturas en esa misma zona, las que representan a Platón, Homero, Aristóteles, Pomponio Mela o el mismo Hércules separando las columnas.
El caso es que, tras las guerras púnicas, Roma se estableció como potencia indiscutible del Mediterráneo y transformó su economía de guerra en otra de paz. En concreto, ambas orillas del estrecho y tanto la costa levantina de Hispania como la norteafricana se llenaron de fábricas de salazones, con los que se elaboraba una salsa de pescado muy popular en aquellos tiempos, el garo, que no solo tenía gran valor para la cocina, sino también como fármaco para muchas dolencias y como afrodisíaco. Eso hizo aumentar su valor y las plantas de producción se volvieron muy abundantes por todo el territorio costero del Imperio. El garo fue uno de los hallazgos más celebrados entre las ruinas de Pompeya, donde los arqueólogos pudieron encontrar una tienda dedicada en exclusiva a su venta, con muestras que aún se mantenían en buen estado. La pesca, salazón y fabricación de esta salsa llevaron mucha riqueza a Septem Fratres, que siguió creciendo durante siglos y contó con sólidas murallas de las que aún se conservan restos importantes.
La caída del Imperio romano produjo la decadencia de la zona norte de África, que pasó por manos de los vándalos, bizantinos y visigodos sin que volviera a despuntar en modo alguno. La población originaria era la amazigh, que había dominado las tierras hasta el propio desierto del Sáhara desde miles de años antes de nuestra era, y a la que los romanos llamaron bereber, término proveniente de bárbaro, en el sentido de extranjero, ajeno al Imperio. Sin embargo, los imazighen —plural de amazigh— vivían dispersos en forma de tribus y no llegaron a formar un reino único que pudiera oponerse a tantas colonizaciones. Tan grande fue su caída que ni siquiera hay registros históricos fiables de lo que sucedió entonces y solo nos han llegado algunas leyendas.
La más famosa de ellas narra que, a comienzos del siglo VIII de nuestra era (n.e.), la entonces bizantina Septon estaba gobernada por el llamado conde don Julián, de origen incierto —no sabemos con seguridad si él mismo era bizantino, visigodo o amazigh—, pero está demostrado que su lealtad cambiaba fácilmente. Con el deseo de que su hija Florinda obtuviera la mejor educación posible, don Julián la envió a estudiar a Toledo, donde se hallaba la corte del rey visigodo don Rodrigo. A partir de este punto existen dos versiones distintas: una afirma que el monarca descubrió a Florinda bañándose en el Tajo y no paró hasta deshonrarla; la otra sostiene justamente lo contrario, que fue ella quien sedujo al monarca y luego regresó junto a su padre a contarle una mentira que protegiera su honor.
El resultado, en una y otra versión, fue que don Julián exigió venganza contra el rey visigodo y por ello se alió con Musa ibn Nusair, gobernador de Ifriquiya —actual Túnez—, para que los ejércitos de este conquistasen Hispania en el año 711 n.e. Musa envió una delegación amazigh encabezada por el caudillo Táriq ibn Ziyad y don Julián puso los barcos para que la invasión fuera posible. Precisamente de Táriq proviene el nombre de Gibraltar, que significa Piedra de Táriq o Montaña de Táriq.
Tanto don Julián como Florinda son figuras legendarias de cuya existencia real no tenemos pruebas, y sabemos que durante toda la Edad Media se contó su historia como una forma de explicar la rápida caída del reino visigodo en poder de los musulmanes. También se decía que don Julián había muerto a manos de Táriq, que no se fiaba de quien ya había traicionado a su propio pueblo, y que Florinda, apodada La Cava —término de origen árabe que significa prostituta, lo que demuestra la imagen que se tenía de ella—, enloqueció de dolor y se ahogó en las mismas aguas del Tajo donde la había descubierto el rey.
Con este conjunto de hechos, mitad conocidos y mitad fabulados, Septon se convirtió en ciudad musulmana con el nombre de Sebta y así pasó siglos entre el dominio de los omeyas, los almorávides, los almohades, los benimerines y otros pueblos, que en distintas ocasiones la sitiaron y atacaron sin piedad. Mientras, la Península Ibérica se había fragmentado en seis grandes reinos: los territorios cristianos de Castilla, León, Aragón, Navarra y Portugal, y el reino musulmán de Granada. Las alianzas y enfrentamientos entre ellos se sucedían sin que nada durase demasiado tiempo, y cada cual pretendía crecer a expensas de otro, lo que, además de poder, suponía prestigio. La fama obtenida en combate era uno de los valores más importantes durante la Edad Media, y así los príncipes se estrenaban en la edad adulta con alguna batalla que probase ante el mundo de lo que eran capaces.
Portugal había llegado al final del siglo XIV n.e. gobernada por Juan I, fundador de la dinastía de Avís, un monarca culto muy interesado en el crecimiento económico de su reino. Parte de sus ganancias provenían de las luchas de frontera, en la que resultaban capturados ciudadanos musulmanes que, con la connivencia del entonces papa Martín V, Portugal se dedicaba a vender como esclavos. Esa actividad resultaría fundamental en los siglos posteriores durante la conquista africana, pero era algo que ya había empezado en la Península Ibérica.
Juan apoyó las artes y educó a sus hijos de la misma manera, por lo que muchos de ellos fomentaron los descubrimientos en una época en la que el mundo se empezaba a desvelar ante sus ojos. Por ello, el poeta Luís de Camões los bautizó, en su obra Los Lusiadas, como la Ínclita generación, dada la importancia histórica que tuvieron.
El infante Enrique, tercer hijo del rey, convenció a su padre para organizar una expedición de conquista de la ciudad de Sebta frente al sultanato de Marruecos, lo que podría garantizarles el dominio sobre el comercio que atravesaba el Estrecho de Gibraltar. Más aún, supondría una victoria moral frente a los sarracenos, con el mismo espíritu de cruzada que apoyaba el papado, y además serviría de carta de presentación del infante en la que sería su primera batalla. Era un cambio importante de paradigma, ya que suponía dejar de fijarse en las fronteras terrestres dentro de la Península Ibérica y lanzarse al mar, establecer una colonia que necesitarían mantener y defender de otros.
Juan creyó en el sueño de su hijo y lo apoyó con doscientos barcos y unos veinte mil soldados, y con esa decisión cambió la historia. El proyecto se empezó a desarrollar en secreto en 1411 y la terrible batalla ocurrió el 21 de agosto de 1415, tal y como cuenta la Crónica de la toma de Ceuta por el rey Juan I, obra del cronista Gomes Eanes de Zurara. Y aun así, todo podría haber salido mal. El 19 de julio había fallecido la reina Felipa, y en esos primeros días de agosto hubo fuertes tormentas en el Estrecho que hicieron peligrar el viaje, pero, con todo, los infantes Enrique y Pedro, el príncipe heredero Duarte y el propio rey Juan se lanzaron sobre las costas de Ceuta desde por la mañana del día 15 y llevaron adelante un asalto que lograron completar en solo unas horas. Al caer la noche, la Corona de Portugal se había hecho dueña de lo que se conocía como la Llave del Mediterráneo, y sus nobles y soldados se dedicaron al saqueo con gran crueldad. Salah Ben Salah, último gobernador musulmán de Ceuta, pereció durante la batalla, igual que muchos de sus compatriotas, en una masacre que pretendía demostrar ante el mundo la capacidad militar de los conquistadores. Por contra, se cifra en menos de una decena los caídos en el bando portugués, cálculo bastante nimio teniendo en cuenta la importancia de Ceuta en aquel tiempo y las defensas con las que contaba, obra del califa Abderramán III a finales del siglo X, lo que hace pensar que el cronista Zurara minimizó las víctimas en su bando para elevar la importancia histórica de su rey.
Exultante, Juan I armó caballeros a sus tres hijos y dejó la plaza en manos de don Pedro de Meneses, un oficial de la victoriosa expedición deseoso de probar su lealtad al monarca, ya que antes se había enfrentado a él durante el tiempo en que sirvió a la Corona de Castilla. Cuenta la historia local que don Pedro se hallaba jugando a la choca —un divertimento muy popular entre los portugueses— cuando el rey le preguntó si podría mantener una colonia tan preciada para su hogar, a lo cual el noble alzó la vara de acebuche con la que había estado jugando y proclamó: «Majestad, con este palo me basta para defender la ciudad de vuestros enemigos». Ese símbolo se convirtió desde entonces en el áleo o bastón de mando de Ceuta, que identifica a su comandante general y que pasa de unas manos a otras en la ceremonia de toma del cargo.
Don Pedro se mantuvo al frente de la ciudad durante 22 años y obtuvo un éxito tan formidable en su tarea que recibió por ello el título de primer conde de Vila Real. Ceuta se convirtió en una pieza fundamental para la Corona, que de este modo obtuvo poder sobre las rutas del Mediterráneo y de paso debilitó al reino de Granada. El áleo se hizo tan popular entre los ceutíes que esta palabra era la que gritaban las tropas cuando se lanzaban a la batalla o defendían las murallas de la ciudad. Para ellos constituía el resumen de una identidad y como tal lo nombraban.
La batalla de Ceuta fue el primer paso de la expansión territorial de los navíos portugueses, el inicio de un imperio que se extendería por medio mundo y que, cuando el Imperio otomano dominó Constantinopla años después, le permitió reducir las pérdidas económicas gracias al descubrimiento de una nueva ruta hacia Oriente bordeando toda África. Fue un cambio radical para una nación que no tenía otra forma de ampliar su territorio y que se hizo inmensamente poderosa gracias a la colonización y el esclavismo. Y todo eso comenzó con un enfrentamiento de unas pocas horas que marcó para siempre la ciudad. De hecho, el 2 de septiembre, fecha en que los navíos portugueses dejaron las costas de África en las capaces manos de don Pedro, fue instituido como el día de Ceuta.
Sobre esta batalla existe un cómic de la editorial Cascaborra: 1415: Ceuta, la llave de África, de Manuel Gutiérrez y Kepa de Orbe.
Sobre el modo en que Ceuta pasó a formar parte del reino de España hablaremos en otra ocasión, porque también fue una historia apasionante.