Se cumplen hoy 259 años del asalto naval por parte de la escuadra británica contra la ciudad española de La Habana, que se saldó con la conquista después de un duro asedio. Es la historia de un comandante nacido en Cantabria que se enfrentó, con solo la guarnición de un castillo, a treinta mil británicos y unas diez veces más barcos de los que tenía a su disposición. Y aun así retuvo a sus enemigos durante dos meses.
Todo ocurrió a causa de la guerra de los Siete Años. España venía de su propia guerra de sucesión tras la muerte sin descendencia de Carlos II, lo que supuso el final de la Casa de Austria y la llegada al trono de Felipe V, el primer rey español de la Casa de Borbón, quien falleció a causa de un accidente cerebrovascular en 1746. Después llegaron Fernando VI y, a su muerte sin hijos, su hermano Carlos III. El linaje Borbón estrechó los lazos de España con Francia y, pese a que el ascenso al trono de Felipe V se produjo con la condición expresa de que ambas naciones no se unieran nunca, la realidad fue que enseguida se firmaron pactos de colaboración y sus ejércitos actuaron de forma combinada.
Fueron los llamados Pactos de Familia, que ligaron a Felipe V con Luis XV de Francia en dos ocasiones. En cambio, Fernando VI decidió mantener una política de neutralidad y evitó participar activamente en las contiendas francesas. Por su parte, Carlos III volvió a la tónica previa y firmó un tercer Pacto de Familia con Luis XV en 1762, lo que hizo que, desde ese momento, el reino de Gran Bretaña se convirtiera en su enemigo declarado.
Este provenía, a su vez, del Acta de Unión de 1707, que creó un nuevo Estado único a partir de las Coronas de Inglaterra y Escocia. Desde 1760, el trono de Gran Bretaña e Irlanda lo ocupaba Jorge III, un brillante estratega ⸺aunque demente, parece ser que a causa de la porfiria⸺ que llevó una oposición franca frente al resto de naciones de Europa ⸺básicamente, frente a la coalición de Francia y España⸺ y que vio la oportunidad de crear un imperio colonial arrebatándoselo a ellas. Con este fin, promovió las actividades corsarias en el Nuevo Mundo, tal y como habían hecho sus predecesores ⸺el caso más famoso es el de Francis Drake, que siempre contó con el apoyo de la reina Isabel I e incluso fue nombrado caballero en 1581⸺ y finalmente lanzó a su propia flota contra La Habana.
Esta ciudad, que poseía tal condición desde que se la concediera Felipe II en 1592, fundada en 1514 por el conquistador Pánfilo de Narváez, había operado siempre como centro neurálgico del comercio español en el Nuevo Mundo y, desde 1561, servía como lugar de concentración de las riquezas de la Flota de las Indias antes de que esta partiera hacia España, por lo que muchos corsarios y piratas habían intentado hacerse con ella. Eso obligó a proteger la entrada al puerto de La Habana, tal y como autorizó el rey español en la segunda mitad del siglo XVI, y así se erigieron tres emblemáticas fortalezas: el castillo de los Santos Tres Reyes Magos o castillo del Morro, el castillo de San Salvador o de la Punta y el castillo de la Real Fuerza. Los dos primeros custodiaban ambos lados del canal de entrada de la bahía y de noche elevaban una cadena que bloqueaba el acceso, mientras que la tercera se ubicaba ya en el interior de ese canal y, desde la elevación llamada de la Cabaña, tenía una vista privilegiada de cuantos navíos llegaran a la ciudad. Y tan decisivas fueron estas construcciones que aguantaron unos trece intentos serios de invasión a lo largo de los años.
Pero el 6 de junio de 1762 llegó a La Habana una flota británica formada por 23 navíos de línea, 24 fragatas y unos 150 buques de transporte, lo que conformaba alrededor de unos 30.000 hombres de guerra dedicados al asalto de la ciudad. Era la mayor escuadra naval que había cruzado el Atlántico en toda su historia, lo que da buena cuenta del interés del rey Jorge III por hacerse con Cuba. Al frente se encontraban el almirante George Pocock y, como comandante en jefe de la invasión, George Keppel, tercer conde de Albemarle y comandante de la 20ª división naval.
La resistencia quedo en manos del gobernador de Cuba, Juan de Prado y Malleza, y sobre todo de Luis Vicente de Velasco, marino nacido en Noja, Cantabria, y que ya había probado su valor con anterioridad al enfrentarse a corsarios berberiscos en el Mediterráneo, al tomar parte en la conquista de Orán y Mazalquivir en 1732 y al enfrentarse en diversas ocasiones a navíos británicos en el Atlántico, siempre con victorias e importantes capturas. Velasco había sido enviado a Cuba tras la firma del Tercer Pacto de Familia y tanto él como Prado tenían sospechas de las intenciones británicas de atacar la ciudad, por lo que se habían dedicado a reforzar las defensas. Sin embargo, un brote de fiebre amarilla hizo imposible completar las tareas, y el gobernador Prado confió demasiado en la resistencia de sus muros.
El conde de Albemarle se lanzó a un primer ataque con doce barcos y diez mil de sus hombres, que los españoles resistieron bloqueando el paso de la bahía con naves hundidas tras la cadena que cerraba el canal y toda la fuerza de sus castillos. Tanto el Morro como la Punta resultaron mucho más sólidos e inexpugnables de lo que habían pensado los atacantes, además de estar construidos sobre montículos de pura roca que hacían imposible cavar trincheras y encontrar protección. El enfrentamiento fue durísimo, con una defensa que solo contaba con cuatro mil soldados, catorce mil hombres sin experiencia provenientes de la milicia y menos de mil marineros.
Tanto unos como otros comprendieron enseguida que la clave de la batalla estaría en el control del castillo del Morro, por lo que Velasco en persona decidió establecerse allí con una importante cantidad de víveres y munición, dispuesto para un combate largo. Los británicos sitiaron el Morro y golpearon duramente sus defensas con toda la fuerza de sus cañones.
Pero el castillo aguantó durante dos meses, tiempo durante el que se cubrió de fuego y humo, sus defensores padecieron enfermedades y privación, y se dice que el mismo Velasco parecía un fantasma, flaco y consumido, pero siempre vestido con su uniforme y un sable en la mano. Hoy sabemos que ni la dotación de armamento de aquel lugar era buena ni sus hombres podían ya con su alma conforme pasaba el tiempo de asedio, pero la resistencia se mantenía firme en su puesto. Los británicos, agotados y diezmados por un nuevo brote de fiebre amarilla, se veían incapaces de tomar aquella fortaleza. Ofrecieron a Velasco una oportunidad de rendir la plaza, pero él declaró sin titubeos que aquella cuestión solo se podría resolver por la fuerza de las armas. Ambos bandos sabían que se acercaba la temporada de huracanes, lo que terminaría por completo con la flota atacante, que por tanto se veía obligada a apresurarse.
A finales de julio llegaron a La Habana refuerzos británicos provenientes de Norteamérica, lo que otorgó un nuevo empuje a su ofensiva. El día 30, soldados británicos volaron un túnel que habían excavado por debajo del Morro y eso abrió una brecha que emplearon para lanzar un asalto armado. El propio Velasco lideró la defensa y resultó gravemente herido a causa de un disparo en el pecho. Los atacantes, respetando su valor en la contienda, permitieron que fuera trasladado a La Habana para ser atendido, pero no se pudo hacer nada por él y murió al día siguiente. El Morro cayó y la Punta lo hizo el día 11 de agosto. El gobernador Prado no tuvo otra solución que rendir la ciudad el 14.
Los británicos se apropiaron de La Habana, pero no intentaron ocupar otras regiones de Cuba debido a la escasez de sus fuerzas y a que su único objetivo era la ciudad, por su valor comercial y estratégico. Desde ese momento abrieron los negocios con otros países y La Habana prosperó rápidamente, con el conde de Albemarle como gobernador. Por primera vez hubo una iglesia anglicana en la ciudad, construida a partir del viejo convento de San Francisco. Comerciantes europeos se establecieron en Cuba y empezaron a rentabilizar todo aquel gasto sufrido de hombres y naves. Sin embargo, se encontraron con una férrea oposición local. Españoles y milicianos atacaron con frecuencia las propiedades británicas e incluso despreciaron a aquellos que se aprestaban a colaborar con los invasores.
La ocupación no duró mucho: en julio del año siguiente, España y el Reino Unido acordaron canjear Florida por La Habana, de modo que el rey Jorge obtuvo un valioso territorio en América del Norte que se uniría a sus ya amplias posesiones en aquella región ⸺y que habría de perder, a partir de 1775, en la guerra de independencia de los Estados Unidos⸺. El conde de Albemarle y los demás colonos se retiraron de la isla pacíficamente mientras los españoles recuperaban el lugar, pero con un importante cambio: la Corona española reconoció el auge de La Habana en aquel tiempo y permitió que se mantuviera el comercio internacional y aumentara en años sucesivos.
Velasco recibió toda clase de honores por ambos bandos: su hijo Íñigo fue nombrado marqués de Velasco, un retrato del marino adorna desde entonces el Congreso de los Diputados, se acuñaron medallas con su efigie y en Noja, su lugar de origen, se colocaron diversos monumentos y, desde 2011 ⸺fecha de su 300 aniversario⸺, una estatua en su honor. Por su parte, los británicos le dedicaron sendos reconocimientos en la abadía de Westminster y en la Torre de Londres, así como conservan en sus Museos Reales el estandarte español del Morro. Además, la Armada Real ordenó realizar salvas cada vez que un barco británico pasara frente a Noja, y este acto se mantuvo sin descanso hasta el siglo XX.
Por el contrario, el gobernador Prado fue juzgado por un tribunal militar y condenado por incompetencia, y recibió una sentencia de muerte que le conmutaron por diez años de cárcel. Murió en prisión en 1770.
Hoy en día, Cuba recuerda aquellos tiempos del asedio a La Habana y las tres fortificaciones que protagonizaron la defensa se han convertido en símbolos de la ciudad, presentes en sellos e imágenes turísticas, y en Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Es más, la sabiduría popular de la isla conserva dichos de aquella época cuyo sentido quizá se desconozca ahora, pero que todavía se repiten. Por ejemplo, es muy típico decir en Cuba que alguien está «trabajando para el inglés» cuando pone un esfuerzo importante en una tarea pero el beneficio se lo llevan otros sin hacer nada.