Hoy en día conocemos sobradamente a Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, cuyo enlace unió dos Coronas y dio lugar a la Casa de Austria y en definitiva a la Monarquía Española. De esa pareja se originó un imperio en el que no se ponía el sol, pero hubo un tiempo en el que solo eran dos muchachos, de 18 y 17 años respectivamente, a los que no les permitían verse.
Corría la mitad del siglo XV. Reinaba en Castilla Enrique IV, que había tenido una hija con su segunda esposa, Juana de Portugal. Sin embargo, esta princesa, Juana de Castilla, no fue apoyada por la nobleza local, entre la que se rumoreaba que el rey era impotente. En esas sospechas tuvo que ver su matrimonio previo con Blanca II de Navarra, entonces la infanta Blanca, con la que la unión terminó por anularse debido a que Enrique sufría «una impotencia recíproca debida a influencias malignas». De ahí las malas lenguas sacaron que el monarca no podía tener hijos y que a la princesa Juana la había engendrado la reina con el noble Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque.
Las presiones por parte de los nobles se hicieron insufribles y pronto surgió el conflicto sucesorio entre Juana y el medio hermano de Enrique, Alfonso, infante de Castilla, que pasó a la historia como Alfonso el Inocente. Pero Alfonso murió en 1468, con solo catorce años, y sus defensores pasaron a apoyar a Isabel, su hermana. La nobleza era la que otorgaba estabilidad a la Corona y Enrique no tenía demasiados apoyos en ese momento, de modo que intentó buscar unas cuantas alianzas matrimoniales: prometió a Isabel con el príncipe Carlos de Viana y a Juana con Carlos de Valois, duque de Berry. Para garantizar que estas decisiones se llevaran a cabo, ordenó encerrar a Isabel en el palacio de los condes de Buendía, en Dueñas, Palencia; mientras que Juana quedó bajo custodia de Íñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla. Pero nada salió como él esperaba.
El 9 de octubre de 1468 llegó a Dueñas Fernando, príncipe de Aragón, hijo del rey Juan II el Grande. Se trataba de un joven de solo diecisiete años, pero sobre sus hombros descansaba un intento de creación dinástica sin precedentes. Su padre tenía un verdadero interés en la unión de Fernando con la medio hermana de Enrique IV y por ello el muchacho se presentó en Palencia con doscientos lanceros, ansioso por conocer a la dama casadera. Parece ser que el rey de Castilla la tenía bien protegida, de modo que no le resultó nada fácil. Y cuenta la leyenda que fueron las gentes de Dueñas quienes el día 11 salieron en masa a ayudarlo en su empeño, lo disfrazaron de campesino y le permitieron introducirse en el palacio de los condes de Buendía. Así, la pareja se vio por primera vez en su vida, y cuentan que ese mismo día decidieron fugarse.
El día 19 contrajeron matrimonio en el Palacio de los Vivero, en Valladolid, gracias a una dispensa del papa falsificada por al arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo de Acuña. Resulta que Isabel y Fernando eran primos segundos, de modo que necesitaban un documento oficial del papa que les permitiera casarse. Pero Paulo II se negaba a algo así, de modo que el arzobispo lo arregló por su cuenta. Años después, en 1493, el papa Alejandro VI les otorgó oficialmente el título de Reyes Católicos.
El caso es que la pareja guardó un hermoso recuerdo del palacio de los condes de Buendía y lo utilizaron como residencia en numerosas ocasiones, sobre todo durante la guerra de sucesión contra Enrique IV y sus partidarios. Tanto es así que su primera hija nació y fue bautizada en ese palacio. Se trató de Isabel de Aragón, que llegaría a ser reina consorte de Portugal.
El palacio de los condes de Buendía pasó de unas manos a otras durante siglos, cada vez en un estado de mayor deterioro y abandono franco. Desde el año pasado pertenece al Ayuntamiento de Dueñas, después de que fracasara un ambicioso proyecto urbanístico, con la crisis del sector inmobiliario. Hoy en día es un montón de piedras ruinosas, al que hay que echarle mucha imaginación para creer que algún día fue el hermoso lugar en el que un joven se infiltró disfrazado de campesino, con la intención de encontrarse por primera vez con la mujer de la que ya no habría de separarse nunca, y cuya unión cambiaría el mundo por completo.