Se cumplen hoy 162 años del día en que el escritor granadino Pedro Antonio de Alarcón fundó El Eco de Tetuán, el primer periódico del norte de África, que introducía así la labor del periodismo en pleno conflicto bélico contra Marruecos.
Como ya he escrito en otras ocasiones en esta misma sección, el siglo XIX español estuvo lleno de grandes intelectuales que se implicaron en política y sociedad, pero que no pudieron crear un gobierno estable. Monarquía, república, una invasión, diversos golpes de Estado y unas cuantas Constituciones se fueron sucediendo sin un atisbo de coherencia, y cada bando procuraba obtener el máximo beneficio y las más altas cuotas de poder. Sin embargo, al mismo tiempo destacaban autores de un altísimo valor literario, cuya influencia se dejaba notar en toda Europa.
Pedro Antonio de Alarcón fue uno de esos intelectuales comprometidos con su tiempo, que lo mismo escribía novelas naturalistas, fundaba diarios, formaba parte de la Real Academia Española o aceptaba cargos como diputado o embajador. Nacido en 1833 en Guadix, Granada, empezó a escribir desde la adolescencia y también se posicionó desde muy joven en las principales cuestiones políticas de su tierra. Llevó a escena algunas pequeñas piezas teatrales y en 1852 se mudó a Cádiz, donde empezó a colaborar en distintas publicaciones y fundó el semanario El Eco de Occidente. Allí publicó artículos, poemas, ensayos y narraciones históricas que le otorgaron celebridad, todos ellos influidos por la moda del Romanticismo, que iría abandonando con los años para entregarse al realismo y finalmente para encontrar un equilibrio entre ambos.
Participó activamente en la revolución popular de 1854, conocida como La Vicalvarada, que pretendía oponerse a las injerencias dictatoriales de la reina Isabel II en el Parlamento. Fundó El Látigo, una publicación burlesca que atacaba directamente a la monarquía, lo que casi le costó la vida al ser desafiado a un duelo por el también escritor Heriberto García de Quevedo, circunstancia de la que salió con bien por pura suerte y por la clemencia de su rival. Alarcón era en su época un personaje vehemente, comprometido y visceral, que en un principio proclamó la revolución y más tarde, poco a poco, se fue volviendo conservador y menos rupturista que antes.
Su otra gran pasión fue la literatura de viajes. A través de las publicaciones con las que colaboraba, escribió numerosos artículos acerca de sus visitas por España y Europa, pero sin duda su obra más celebrada en este género fue Diario de un testigo de la guerra de África, de 1858, con la que amasó grandes beneficios que le permitieron sosegar su estilo de vida, además de obtener un reconocimiento generalizado de crítica y público. En esa serie de artículos, Alarcón describía con todo detalle la vida de los soldados que habían participado en la contienda, con los que él mismo había compartido aventura.
La guerra de África fue un enfrentamiento que tuvo lugar en Marruecos entre 1859 y 1860 y por el que el Ejército español se lanzó a una campaña de conquista que trajo consigo las importantes victorias de Los Castillejos, Tetuán y Wad–Ras. El entonces presidente del Gobierno, Leopoldo O´Donnell, se puso en persona al frente de las tropas y logró unos éxitos merecidos por los que recibió el título de duque de Tetuán.
A día de hoy, no están muy claros todavía los motivos de esta guerra. El Gobierno argumentó los continuos hostigamientos que sufría la ciudad de Ceuta y la necesidad de dar un escarmiento al sultán de Marruecos para poner fin a sus intenciones de adueñarse de ese territorio. Algunos historiadores aluden más bien a la propia inestabilidad política de O´Donnell, a quien le surgían continuamente enemigos, opositores e insurgentes que ponían en peligro su posición, de modo que eligió desviar la atención general hacia un enemigo externo que podría cambiar las tornas. En efecto, la opinión pública celebró la oportunidad de plantar cara a un enemigo secular y aprovechó para revestir el conflicto con una connotación de guerra santa. Todos los grupos políticos y todos los estratos sociales se movilizaron a favor de la contienda, e incluso la Iglesia católica le dio su visto bueno. Las tropas españolas terminaron el asunto en solo cuatro meses, lo que entusiasmó a la ciudadanía y eso trajo consigo el encargo de cuadros, monumentos y canciones alusivas a la victoria, del mismo modo que se les cambió el nombre a algunas calles, como la famosa plaza de Tetuán, en Madrid.
Pero en realidad no había motivo para tanta ilusión. El Ejército enviado a la guerra estaba mal equipado y sus comandantes tampoco fueron hábiles, lo que llevó a que dos terceras partes murieran de cólera y otros males prevenibles. Por otra parte, los altos mandos tampoco les permitieron avanzar demasiado, ya que el Gobierno del Reino Unido había presionado para mantener su dominio sobre el estrecho de Gibraltar. Por ello, el tratado de Wad–Ras, que puso fin al conflicto, resultó más vacío de lo esperado y todo se zanjó con el reconocimiento de Ceuta y Melilla como territorios españoles y una indemnización por parte del sultanato de Marruecos. Los soldados volvieron a casa con una victoria más simbólica que real y prueba de ello es el hecho de que los cañones capturados durante la batalla de Wad–Ras sirvieran para crear los populares leones que adornan el Palacio de las Cortes.
Pedro Antonio de Alarcón fue uno de esos intelectuales que supieron ir más allá de la propaganda y quisieron conocer la guerra de primera mano. Estuvo en los combates, en las estrategias y en el día a día de las tropas en territorio enemigo. Pero también estuvo con la población marroquí, escuchó sus quejas y detectó sus carencias, en una época de pobreza y necesidad. Por eso decidió volcarse con esa gente a la que no conocía y fundó El Eco de Tetuán, el primer periódico de la historia de Marruecos. Su primer número apareció en marzo de 1860 y su función primordial era seguir los pasos de los batallones españoles por territorio marroquí. El Eco no duró más que un número, pero su esfuerzo siguió en El Noticiero de Tetuán, que alcanzó la respetable cifra en aquel tiempo —y más con la escasez de papel que había durante la guerra— de 89 números.
Dijo Alarcón al respecto de la fundación del periódico: «Quiero que recuerden que en 1860, el ejército español estaba allí. Había impreso un periódico en Tetuán defendiendo valores e ideas».
A partir del final de la guerra, la situación de los periódicos en Marruecos se volvió más plural. Instigados por el éxito de El Eco, empezaron a surgir nuevos diarios en inglés y francés, casi siempre controlados por la propaganda europea, pero también en algunos casos bajo las ideas nacionalistas marroquíes que defendían su independencia.
Alarcón no volvió a significarse en este asunto. Por delante quedaban su período como diputado, la exitosa publicación de El sombrero de tres picos, su evolución hacia el conservadurismo, su matrimonio o las desgracias familiares que sufrió en la guerra. No volvió la vista atrás, sino que tuvo en todo momento la ilusión de seguir cambiando el mundo y de poner su empeño en tantas facetas de su profesión. Por ello es justo reconocer que una vez hubo un intelectual que conoció por sí mismo la guerra en un país extranjero y pensó que aquel pueblo necesitaba un periódico que defendiera ideales. Tal vez eso saliera adelante o no, tal vez inspirara a otros o despareciera para siempre: eso él no podía saberlo cuando lo fundó, pero creyó que hacía falta que existiera.
Y, solo por eso, aquel día se hizo memorable.