Llegamos a una de las fechas más importantes del año, no solo religiosa, sino también social, afectiva y, por qué no decirlo, consumista. Los precios del pescado y el marisco suben, las calles se engalanan de luces y suenan villancicos por todas partes. Pero ¿de dónde viene la Navidad? ¿Cómo empezó la idea de estas fiestas?
Una de las mejores estrategias que han empleado las culturas para sobrevivir a través de los tiempos ha sido el sincretismo. Cuando un pueblo sometía a otro e intentaba mantenerlo controlado bajo un nuevo amo, la mejor manera consistía en adoptar las tradiciones del vencido aunque fuera bajo una nueva apariencia, de tal manera que, en la práctica, no parecía que las cosas hubieran cambiado demasiado. Una cultura y otra se mezclaban, con sus dioses, sus fechas señaladas y su manera de festejarlas. Históricamente siempre ha habido fiestas del sol, diosas madre y deidades que nacían como un hombre y morían para luego resucitar. La repetición sistemática de esos patrones en diversas épocas y en lugares muy alejados entre sí demuestra que la religiosidad es una parte consustancial al género humano, que las personas intentamos comprender el macrocosmos igual que el microcosmos, y que en el fondo no hay nada nuevo bajo el sol.
Las fiestas más antiguas conocidas en estas fechas son las del solsticio de invierno en el hemisferio norte, de las que hay constancia desde la Edad de Piedra. Era la época en la que el día se volvía más corto que nunca en todo el año y, de ahí en adelante, empezaba a crecer. Llegaba el tiempo de la oscuridad, del hambre y el frío, de los campos yermos y de la hibernación, por lo que aquellos pueblos primitivos no podrían obtener comida de la tierra ni de la mayoría de animales que aprovechaban para la caza. Pero también se trataba de la estación de los graneros llenos ⸺para aquellos que habían sido previsores⸺ y el vino nuevo, que acababa de fermentar. Así que eso llamaba a una fiesta. Además, la humanidad ha tenido amplios conocimientos de astronomía desde épocas remotas, que servían, por ejemplo, para planificar las cosechas. El impresionante monumento megalítico de Stonehenge, que data de más de dos mil años antes de nuestra era, ya estaba dedicado a los movimientos del sol durante los solsticios.
Se celebraba en muchas culturas que el sol moría para resucitar. En los países nórdicos, las familias se reunían en las casas con motivo de la fiesta del Yule y adornaban un fresno que representaba a Yggdrasil, el árbol de la vida, cuyas ramas unían los nueve mundos de su mitología. Según esta, el tronco del árbol equivalía a Midgard, la tierra de los mortales; mientras las ramas llevaban a Asgard, la tierra de los dioses. Por eso colocar un árbol en casa y una estrella en su punta equivalía al proceso de iluminación. Además, las distintas generaciones se reunían bajo un mismo techo y cocinaban un cordero o una cabra, símbolo de Thor. Se contaba que el dios del trueno viajaba en un carro volador tirado por dos machos cabríos mágicos, Tanngnjóstr y Tanngrisnir, que lo mismo le permitían atravesar el mundo que le servían de comida, para después resucitarlos con el poder de su martillo, Mjölnir. De este modo, el hecho de compartir un cordero con ocasión del Yule servía como plegaria a Thor de cara al invierno, y de ahí surgió la imagen que existe en muchos países nórdicos de una cabra como ofrenda de invierno, como portadora de regalos dentro de unas alforjas o como montura de Santa Claus.
En el mundo mediterráneo, existieron desde muy antiguo en estos días unas fiestas dedicadas al dios Moloch y posteriormente al dios Cronos, que recibían el nombre de Cronia. En ellas se recordaban los tiempos en que la humanidad vivía de una forma primitiva y sin escalas sociales, y por ello, durante la Cronia, los esclavos podían actuar libremente e incluso debían ser atendidos por sus señores. Durante siete días y a la luz de las velas, todos probaban el vino nuevo, se disfrazaban, participaban en orgías multitudinarias, hacían ofrendas y sacrificios a los dioses ⸺en algunas regiones, sacrificios humanos⸺ y se intercambiaban regalos como señal de hermanamiento. Cronos era la representación del tiempo, que todo lo devora, incluyendo a sus hijos. Por eso servía como personificación de ese año que terminaba y como promesa del nuevo que iba a llegar.
La cultura romana se apropió de esa fiesta y, si el griego Cronos se convirtió en el romano Saturno, la Cronia dio lugar a las Saturnales, que no variaban mucho de la celebración que las había inspirado: siete días de banquetes, ofrendas e intercambio de roles sociales. Las casas se adornaban con plantas y velas, para «llamar» a la vida y la luz que no habría durante el invierno. Las Saturnales terminaban el 25 de diciembre con la fiesta del Sol Invictus, que rendía culto al nuevo sol que llegaría a partir del solsticio de invierno y que iría creciendo durante los meses siguientes.
El siguiente paso en el desarrollo de la Navidad tal y como la conocemos hoy en día tuvo lugar con el Edicto de Milán del año 313 de nuestra era, a través del cual el emperador Constantino reconocía la libertad religiosa dentro del Imperio romano. Esto puso fin a las persecuciones de los cristianos y permitió la expansión de esa nueva fe a lo largo del territorio del imperio. Y con el tiempo, el cristianismo sustituyó a la antigua religión oficial y lo hizo de la manera más efectiva: por medio del sincretismo.
La Navidad es la celebración de la natividad de Jesús de Nazaret, pero de este hecho se desconoce la fecha exacta, que no aparece reflejada en los Evangelios. Diversos expertos calculan que debió suceder entre septiembre y octubre, unos seis meses después del de San Juan Bautista, y teniendo en cuenta que los pastores llevaban a sus rebaños a pastar cuando recibieron el anuncio del ángel de que había nacido el Salvador.
Fue de nuevo en la época del emperador Constantino cuando se fijó el 25 de diciembre como fecha exacta del nacimiento, igualando así a Jesús con el Sol Invictus y reconvirtiendo las Saturnales en las fiestas de la Navidad ⸺sin las orgías ni los sacrificios humanos, como es lógico, pero sí con los regalos y el sentimiento de hermandad⸺. Toda celebración dedicada al solsticio de invierno fue gradualmente sustituida por su versión cristiana, que es la que ha calado en nuestra sociedad a través de los siglos.
En cambio, el mundo anglosajón se vio mucho más imbuido de las tradiciones celtas y nórdicas, que luego llevaron al Nuevo Mundo al fundar sus colonias, que con el tiempo se transformaron en los Estados Unidos. Y ahora vivimos una nueva invasión cultural de origen norteamericano, como ocurre con Halloween, cuando lo que nos parecen «nuevas modas» en realidad son tradiciones muy antiguas.
Pero no son las únicas. En el País Vasco existe desde antes del cristianismo la figura del Olentzero y, en concreto en Galicia, tenemos al Apalpador o Pendigueiro, un ser mitológico que visita a los niños las noches de Nochebuena y Nochevieja. Se trata de un gigante que vive en las montañas, un carbonero que baja a las casas, les frota la tripa a los niños para ver si han comido bien durante el año y les deja castañas y algunos regalos. En los últimos años, estas creencias populares están cobrando un nuevo auge, como una forma de transmitir la alegría de estas fechas y de paso reivindicar las tradiciones propias.
Porque no hay tradiciones buenas ni malas, ni hay por qué repetir algo agarrados solo al argumento de que «siempre se hizo así». Desde tiempos remotos, la humanidad ha aprovechado estos últimos días del año para organizar fiestas y evidenciar el amor, sin que tenga que haber más motivo que ese. La llegada del Salvador, del dios del tiempo, del árbol de la vida que lleva a la tierra de los dioses o de un gigante que baja de las montañas para palpar barrigas… Cualquier razón es buena para sonreír, sacar lo mejor que llevamos dentro y decirle a la gente que nos rodea que la queremos. Y ya está.
Ese es el verdadero espíritu de estas fechas.