Se cumplen 49 años del último viaje a la Luna, el que protagonizó la misión Apolo 17, que recorrió el valle de Taurus–Littrow y aportó las últimas evidencias del suelo lunar. Desde entonces, los intereses en cuanto a exploración espacial han cambiado mucho, pero el sueño de la exploración permanece.
La conformación del universo ha atraído la atención de la humanidad desde tiempos remotos. Una buena prueba de ello son algunos lugares tan significativos como Stonehenge, en Inglaterra, un conjunto de menhires construido en el Neolítico y que se cree que debió de servir como observatorio astronómico a la vez que para llevar a cabo enterramientos rituales. Todas las culturas antiguas estudiaron la composición del cielo y aplicaron sus descubrimientos a la arquitectura, ingeniería y otras ciencias y artes. La invención del telescopio permitió la observación directa de los cuerpos celestes y propulsó los conocimientos sobre astronomía.
La siguiente idea fue llevar humanos al espacio. En 1608, el matemático alemán Johannes Kepler escribió una novela titulada Somnium, que se publicó de forma póstuma en 1634 por decisión de su hijo Ludwig. En ella, un joven y su madre viajan a la Luna y conocen de primera mano su cara visible y su cara oculta, sus montañas, valles, cuevas —elementos todos estos cuya existencia aún no había sido plenamente demostrada— y unos habitantes de vida efímera que se define por las rotaciones lunares. Por ello, Somnium está considerada la primera novela de ciencia–ficción de la historia. Dos siglos y medio después, Jules Verne en De la Tierra a la Luna y H. G. Wells en Los primeros hombres en la Luna reincidieron en las posibilidades de visitar el satélite, el primero mediante el empleo de un cañón y el segundo gracias a un material de propiedades antigravitatorias al que bautizó como cavorita.
La traslación de esos viajes al mundo real fue posible gracias a la tecnología de cohetes a reacción, que empezó a desarrollarse a finales del siglo XIX y vivió su edad más gloriosa en el XX. La Alemania nazi impulsó las investigaciones con fines armamentísticos y sacó provecho de ello, por ejemplo, para el bombardeo de Londres.
Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética reconvirtieron los estudios sobre cohetes para dar inicio a la investigación espacial. En lugar de emplearlos para fabricar bombas, su intención fue propulsar naves que, en última instancia, pudieran ser tripuladas por seres humanos y llevar a estos al espacio exterior. Para ello reclutaron a los principales técnicos e ingenieros alemanes y los pusieron a trabajar a partir de los años 50 en suelo estadounidense o ruso, e incluso en ocasiones procedieron a un lavado de imagen completo, como sucedió con el ingeniero aeroespacial Wernher von Braun, que pasó de dirigir factorías de cohetes alemanas —asociadas a campos de prisioneros, que Braun empleó sin miramientos— a emigrar a los Estados Unidos, obtener la nacionalidad americana en 1955 y dirigir la construcción de los cohetes Saturno, por lo que se hizo tan popular que incluso apareció en varios especiales de Walt Disney.
Eran los tiempos de la Guerra Fría, cuando los logros científicos importaban menos que la manera de venderlos. Estados Unidos y la Unión Soviética compitieron durante décadas para controlar el espacio y presentarlo como una victoria frente al rival, en una escalada propagandística que sacrificó una parte importante de sus presupuestos.
En 1957 fue lanzado el Sputnik, primer satélite artificial de la historia, y un mes después llegó al espacio Laika, el primer ser vivo en volar por el espacio, una perrita rusa que viajó a bordo del Sputnik 2 y falleció durante la travesía. Las misiones americanas, por el contrario, emplearon simios para estudiar la reacción de sus cuerpos.
En esa época, la Unión Soviética llevaba ventaja en la carrera espacial. En 1961 lanzó el Vostok 1, la primera misión tripulada, que llevaba consigo al cosmonauta Yuri Gagarin. Dos años después marcó otro hito con el Vostok 7, pilotado por la cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer en llegar al espacio. Todo parecía indicar que la balanza de la Guerra Fría se había decantado irremisiblemente hacia el Este. EEUU respondió con los satélites Explorer, Vanguard y Discoverer, mientras que la URSS siguió con los Sputnik y los Cosmos. La atmósfera se llenó de sondas y satélites espaciales.
Pero nada de esto fue comparable con la llegada de un ser humano a la Luna. En 1969, los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin se convirtieron en los primeros seres humanos en recorrer la superficie lunar. El impacto mediático resultó formidable. Se calcula que unos 600 millones de personas vieron en directo las imágenes de tal proeza. Los protagonistas se convirtieron en héroes mundiales y a su regreso visitaron a Jefes de Estado de toda condición. Sus nombres bautizaron escuelas, sus rostros estuvieron presentes en programas de televisión y radio, y sus logros científicos cambiaron la historia.
Por supuesto, la Administración americana se apuntó el mayor tanto de la carrera espacial, lo que al final decantó la Guerra Fría en favor suyo y acabaría por hundir a la Unión Soviética.
A partir de ahí, el optimismo cundió en la NASA, al menos hasta el desastre del Apolo 13, que en 1970 sufrió la explosión de un tanque de oxígeno del módulo de servicio y los tripulantes se vieron obligados a volver a casa sin haber pisado la Luna. Aun así, entre 1969 y 1972 hubo siete misiones Apolo, que dieron como resultado que doce americanos caminaran por aquel lugar.
La última misión tripulada fue la del Apolo 17, que despegó del Centro Espacial Kennedy el 7 de diciembre de 1972 y tres días después se posó en el valle de Taurus–Littrow, una región poco explorada en las misiones previas. Allí, el comandante Eugene Cernan y los pilotos Harrison Schmitt y Roland Evans llevaron a cabo diversos experimentos y observaciones lunares de un valor inmenso. Mientras Evans se mantenía orbitando la Luna, sus dos compañeros descendieron, tomaron muestras y realizaron diversos paseos.
El día 14 despegaron de la Luna para no regresar nunca. Al día siguiente se acoplaron con el módulo donde aguardaba su compañero y pusieron rumbo a la Tierra sin más contratiempos. Quedaron flotando suavemente en el Pacífico el día 19 de diciembre de 1972. La última misión a la Luna había llegado a su fin.
Desde entonces, ninguna otra nave tripulada ha hecho un viaje parecido y son muchos los que se preguntan por qué. Si en los años 60 del siglo pasado parecía sencillo poner en el espacio un cohete que llegara hasta la Luna, ¿por qué ahora resulta imposible?
Los expertos opinan que hoy en día ya no es necesario. Los actuales telescopios y sondas espaciales aportan una enorme información que suple perfectamente la necesidad de ir en persona hasta allí y, de hecho, parte del abundante material rocoso que trajeron consigo las expediciones Apolo aún no ha podido ser bien analizado. Pero luego está el asunto de la política. La misma justificación que tuvo la carrera espacial —la Guerra Fría— ha desaparecido hace tiempo y con ella la necesidad de hacer propaganda. Ya no hay países enfrentados por ser el primero en poner su bandera en la Luna y por ello no se pueden plantear el formidable gasto que supone algo así. Miles de millones de dólares fueron invertidos durante décadas en fabricar cohetes cada vez mejores, en idear satélites más perfectos y en llevar a seres humanos a lugares remotos. Y esa prisa se ha esfumado, lo que ha hecho que las naciones se lo tomen con más calma. Incluso podríamos imaginar que, de no ser por la Guerra Fría, seguramente la humanidad no habría podido pisar la Luna solo veinticuatro años después de una guerra mundial que arrasó el mundo.
Ha pasado casi medio siglo de aquel último vuelo y quién sabe si volveremos en algún momento. Donald Trump quiso impulsar una nueva era espacial durante su época como presidente de los Estados Unidos y fijó 2024 como objetivo, animando a la participación de dinero privado. Pero todo eso se ha esfumado con la nueva Administración y más con la llegada del coronavirus, que ha obligado a replantear todas las prioridades del mundo.
Por ahora nos queda el recuerdo de aquellos pioneros del viaje espacial, pilotos que salieron de la Tierra en naves bastante más precarias de lo que nos quisieron decir y con un objetivo más político que universal. Pero estuvieron allí, y plantaron una bandera en la Luna, y luego regresaron a contarlo.
Ojalá, en el futuro, haya muchas más ocasiones en que naciones enfrentadas opten por arreglar sus diferencias enviando gente al espacio, rompiendo límites, planteando hazañas increíbles que aun hoy no han sido superadas. Ojalá siempre la exploración de lo desconocido se plantee como una buena alternativa a la guerra.