Se cumplen hoy 117 años de la tortura y ajusticiamiento en Pekín de Fu–zhu–li, uno de los guardias de palacio del príncipe mongol de la marca de Aohan y responsable del asesinato de este. La condena de este guardia significó la última ocasión en que se empleó el horrendo método del lingchi o muerte de los mil cortes. Con tal motivo, se imprimió una serie de tarjetas postales que mostraban fotografías de todo el proceso.
La humanidad ha inventado numerosas formas de tortura a lo largo de la historia. Sogas, máquinas, venenos… Todos los grandes imperios contaron en su momento con una serie de verdugos y torturadores que ejercían la profesión más terrible: provocar la agonía en otros individuos con el fin de hacer que revelaran alguna información o para extender el pavor entre el resto de ciudadanos. Los ajusticiamientos públicos fueron una práctica habitual durante siglos y además sirvieron como un espectáculo muy popular para una sociedad que se congregaba en torno a un reo y asistía a su muerte. La soga y la guillotina fueron los métodos más habituales, y con frecuencia llegaron a reunir auténticas multitudes en plazas públicas, con miembros de todos los estamentos, que consideraban aquello como una gran diversión.
Pero sin duda uno de los procedimientos más crueles era el lingchi o muerte de los mil cortes o muerte lenta. Su popularidad en China, Camboya y Vietnam fue enorme desde el año 900 de nuestra era hasta 1905, momento en que fue definitivamente prohibido por el Gobierno de la dinastía Qing y sustituido por el disparo en la nuca como método oficial de los ajusticiamientos. La población lo sintió mucho, ya que las muertes por lingchi eran celebradas por la masa y los soldados acostumbraban a pasear con los restos mortales para que todos pudieran verlos.
Se cree que el último ajusticiado por este método fue Fu–zhu–li, guardia de palacio encargado de la protección del príncipe mongol de la marca de Aohan. En lugar de eso, acabó con su vida de forma premeditada en la festividad del Año Nuevo chino —febrero de 1905—, por lo que fue condenado a la pena de muerte. En aquel tiempo, el lingchi era la forma habitual de castigo para aquella personas que habían asesinado a alguien de grado superior: padres, maestros, gobernantes o altos mandos en el caso de los militares. Cuando alguien le debía respeto a otra persona y, en lugar de profesárselo, causaba su muerte, entonces se le aplicaba la condena del lingchi. Existían otros métodos de ajusticiamiento, pero las autoridades consideraban que esos eran «demasiado crueles».
El lingchi o muerte de los mil cortes se basaba en la capacidad del torturador para producir heridas en la piel del reo sin que estas amenazaran su vida. Más aún, debía mantenerlo consciente todo el tiempo que fuera posible, con la intención de que pudiera ver su propio cuerpo despedazado y arrojado a un cesto. Así, antes de la ceremonia, debía fumar una cantidad importante de opio para que no sintiera dolor y la agonía pudiera prolongarse mucho más tiempo. Entonces el verdugo lo ataba a un poste de madera y empezaba a cortar su piel y a arrancar grandes fragmentos que enseñaba a la multitud. La sangre chorreaba por el suelo y la gente gritaba enfervorecida. Ojos, lengua, orejas, genitales, dedos… También era muy habitual que se detuviera a realizar una disección de los músculos de brazos y piernas o que retirase la piel del tórax para mostrar las costillas. En concreto, solía trazar un círculo alrededor de cada pezón por el que se veía el interior de la caja torácica.
Si para entonces el ajusticiado seguía vivo, el verdugo le extraía un órgano vital o le cortaba la cabeza para que terminara el suplicio. Después segaba los brazos y las piernas e iba descuartizando el tronco. Cada uno de los fragmentos era arrojado a una cesta y al final los guardias recorrían la multitud enseñando los restos, para que todos aprendieran la lección de a dónde conducía el hecho de perpetrar un asesinato. En ocasiones también los vendían como amuletos o para fabricar medicinas.
No existía una regla firme de cómo aplicar esta tortura, lo que hacía que la técnica en sí o la duración del proceso general pudieran variar según la voluntad del emperador, la habilidad del verdugo o la resistencia al dolor del prisionero. Generalmente la mutilación se producía más bien después de la muerte, ya que resultaba imposible aguantar semejante castigo sin fallecer. Están descritos casos de ajusticiamiento que llegaron a durar varios días.
El lingchi suponía un triple horror para los chinos: una muerte lenta y cruel, una humillación pública y una condena después de la muerte al haber troceado su cadáver.
El 10 de abril de 1905 se llevó a cabo en Pekín la muerte por lingchi de Fu–zhu–li, considerado la última persona que tuvo que sufrirlo. Su tortura se hizo famosa a nivel mundial. Un grupo de soldados franceses se encontraba en Pekín en esos momentos y tomó fotografías del hecho, lo que desató una oleada de presiones internacionales para que se prohibiera ese método de tortura. A finales del siglo XIX, casi todos los países occidentales habían eliminado sus penas de muerte, por lo que las imágenes de lo que estaba sucediendo en China fueron percibidas como actos de barbarie.
Sir Henry Norman en The People and Politics of the Far East, y George Ernest Morrison en An Australian in China, ambos en 1895, contaron por primera vez en Occidente cómo se llevaba a cabo un lingchi, lo que provocó una consternación general, pese a que Morrison explicaba que las mutilaciones ocurrían en su mayor parte cuando la víctima ya había muerto. William Arthur Curtis publicó fotografías de una ejecución parecida en 1890.
Pero las imágenes tan detalladas de la muerte de Fu–zhu–li decantaron a la opinión pública en contra de este horror, que fue prohibido por el Gobierno de China solo dos semanas después. Aun así, en 1912 aparecieron en la región de Tianjin unas tarjetas postales que mostraban las fotografías tomadas durante la ejecución, y que llegaron a ser aceptadas por el servicio postal chino y utilizadas por diversas personas. Hoy constituyen un hallazgos de coleccionistas y han hecho posible que esta clase de ejecución llegara hasta nuestros ojos en toda su crudeza.
La tortura de los prisioneros ha constituido desde siempre una de las clásicas aberraciones asociadas a las guerras y a los grandes imperios que las libran. Hoy se cumplen años del día en que un Gobierno entró en razón y la humanidad se libró de una de las peores formas de matanza.