Se cumplen hoy 147 años de la llegada a España del hijo de Isabel II, al que las Cortes españolas aceptaron para reinar como Alfonso XII. Fue un rey deseado por sus muchas virtudes: culto, instruido, con dominio de idiomas, visión europeísta y tendencia a apoyar a artistas e intelectuales de distintos ámbitos. Por desgracia, sus buenas intenciones acabaron en tragedia.
El siglo XIX español estuvo lleno de grandes escritores y pensadores que tuvieron enorme repercusión en Europa. Si crucial resultó el papel de sir Walter Scott en la novela histórica moderna o de Émile Zola en el naturalismo, ambas corrientes fueron cultivadas con éxito y resultados artísticos impresionantes por el canario Benito Pérez Galdós, considerado como el mayor novelista de la historia de España después de Cervantes, miembro de la Real Academia Española, propuesto para el Premio Nobel de Literatura y que asumió la responsabilidad de formar a un pueblo llano mayormente analfabeto y alejado de las principales corrientes intelectuales de la época.
Sin embargo, en el terreno político, el siglo XIX resultó convulso, violento y terriblemente inestable. De la revolución popular que llevó a la expulsión del ejército francés y a la formación de las Cortes de Cádiz —con la redacción de un texto de Constitución que habría convertido a España en una nación avanzada y moderna—, se pasó al nefasto reinado de Fernando VII, que supuso un retorno al absolutismo y una persecución de los liberales y constitucionalistas que, precisamente, eran los que lo habían llevado al trono. Y esto ocurrió en la era de mayor avance cultural y técnico, cuando por toda Europa se estaban construyendo las democracias modernas que existen hoy en día.
Fernando VII, en cambio, actuó como un dictador, eligió siempre la conveniencia propia antes que el bien de su país, rechazó el diálogo con las fuerzas contrarias y ejerció una dura represión como mecanismo de control de sus rivales políticos. Todo esto, además, supuso la pobreza, el atraso y la incultura en una España que podría haber sido pionera en algunos aspectos del constitucionalismo, pero que desde entonces quedó relegada dentro de Europa.
La muerte del rey complicó aún más las cosas, con la división del país en dos frentes: por un lado los partidarios del hermano de Fernando, Carlos María Isidro de Borbón —los carlistas, de mentalidad absolutista radical—; y, por otro, los defensores de la hija del rey, Isabel, y de la reina María Cristina —isabelinos o cristinos, mucho más moderados e incluso liberales—. Este enfrentamiento llevó a la primera guerra carlista, que implicó a diversas naciones europeas y se saldó con la llegada al trono de Isabel II cuando todavía era una niña, primero con su madre como regente y luego con el general Espartero, hasta que finalmente fue coronada con solo trece años.
A los dieciséis, Isabel contrajo matrimonio por arreglos de Estado con su primo carnal, Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, con quien nunca se llevó en absoluto. En la Corte hubo rumores de homosexualidad, amantes y descendencia no reconocida, hasta el punto de que muchos historiadores afirman que, de los doce hijos de Isabel II —de los que solo vivieron cinco—, ninguno era de su marido. En materia política, pocos reinados se consideran tan corruptos, con estafas millonarias, elecciones amañadas, concesiones a dedo y una reducción drástica de derechos. La reina intervenía en la política de la nación como le venía en gana e incluso los grandes avances sociales, como la creación de una red ferroviaria, sirvieron para enriquecer de manera fraudulenta a unos pocos privilegiados, en este caso la anterior reina, María Cristina de Borbón, y el marqués de Salamanca.
Los pocos intentos de culturización fueron reprimidos por las altas esferas políticas y eclesiásticas, que no querían perder sus privilegios, y eso fue arruinando más todavía la imagen de España en Europa. La industria era escasa y vivía más de los intentos de avance de los poderes económicos que de un verdadero apoyo político. El Ejército malvivía con una dotación escasa que le impedía mantener a salvo las colonias frente a algunos intentos de invasión. La pobreza, las enfermedades y el analfabetismo eran la tónica habitual en la mayor parte de un país que estaba cansado y que sentía que no había luchado contra los ejércitos franceses para recibir ese trato por parte de sus monarcas.
En 1868 tuvo lugar un pronunciamiento militar que desembocó en la llamada Revolución Gloriosa, que obligó a la reina a abandonar el país. Los sublevados la señalaban a ella como responsable directa de todos los desastres políticos y sociales, y en sus comunicados la consideraron «incompatible con la honradez y la libertad».
De acuerdo con sus consejeros, Isabel II ya no regresó a Madrid desde San Sebastián, donde estaba veraneando, sino que más bien tomó un tren que la llevó a Francia, donde fue acogida por el emperador Napoleón III y su esposa, la granadina Eugenia de Montijo. Desde ese momento, la reina nunca regresaría al país e instaló su residencia en el Hôtel Basiliewski, en París, que compró y rebautizó como Palacio de Castilla —más tarde convertido en el Hotel Majestic, famoso por haber alojado a personalidades como Pablo Picasso o James Joyce—. Nunca volvió a compartir residencia con su marido, de quien se dice que mantenía con ella una relación de simple amistad.
Isabel II no renunció a su posición como reina de España e incluso en 1870 protagonizó una ceremonia de abdicación de la Corona en la persona de su hijo Alfonso que tuvo lugar en el Palacio de Castilla. A pesar de encontrarse exiliada, ella se siguió considerando monarca y así lo hizo también Alfonso, aunque las Cortes españolas no estuvieran de acuerdo.
El joven Príncipe de Asturias había aprovechado la circunstancia del exilio para formarse en instituciones de media Europa. Nació en Madrid en 1857 y de él se rumoreaba que no era hijo del rey consorte, sino de Enrique Puigmoltó y Mayans, conde de Torrefiel y amante de la reina. Por esta razón, en la Corte apodaban a Alfonso «Puigmoltejo», con una intención claramente burlona.
Tras la Gloriosa, que vivió con once años, Alfonso estudió en París, Ginebra, Viena y en la Academia Militar de Sandhurst, en Inglaterra. Esto le permitió conocer de primera mano los modernos sistemas políticos de Europa, entrar en contacto con los intelectuales más avanzados del momento y aprender sus idiomas para poder conversar. No solo eso, sino que está descrito —por sus partidarios, claro— que el príncipe mostró un gran interés por las nuevas corrientes políticas y creyó que algún día podría aplicarlas en su país.
España, por su parte, seguía con la misma inestabilidad. Entre el breve reinado de Amadeo de Saboya, la I República y el golpe de Estado del general Pavía, iban pasando los años y las Constituciones, sin que ninguna durara mucho tiempo. El político e historiador Antonio Cánovas del Castillo impulsó en ese tiempo la llamada Restauración borbónica, que proponía la formación de un sistema político representativo bajo la protección de un monarca, lo que habría de conferir estabilidad al modelo y evitar los pronunciamientos armados. A la manera británica, sugirió un bipartidismo con alternancia en el poder, lo que a la postre se llamó «sistema canovista». Como último punto, Alfonso, rey en el exilio desde 1870, redactó cuatro años después el Manifiesto de Sandhurst, llamado así por la academia militar en la que estudiaba. Había cumplido diecisiete años, edad considerada entonces como la de la mayoría de edad, y decidió elaborar un escrito para Cánovas en el que mostraba su deseo de regresar al país y su voluntad de encabezar una monarquía constitucional que garantizara el orden y los derechos. Al mismo tiempo, procuraba tranquilizar a los conservadores con la frase: «Ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
El manifiesto apareció publicado en la prensa española el día 27 de diciembre de 1874 y la reacción popular fue entusiasta. Parecía que la figura de ese joven instruido, políglota y con visión europea lograría traer al fin el progreso a España. Pero, por si acaso existía alguna oposición, el general Arsenio Martínez–Campos se sublevó en Sagunto y aseguró por las armas la llegada del nuevo rey.
Alfonso pisó España de nuevo el 9 de enero de 1875. Viajaba desde Marsella a bordo de la fragata Navas de Tolosa —una moderna nave de hélice que ya había participado en diversos conflictos en Río de Janeiro y Cádiz—. Enseguida se presentó ante las Cortes españolas y fue proclamado rey como Alfonso XII.
Su principal objetivo fue garantizar la estabilidad política, evitar la corrupción y traer la paz. Bajo su reinado se redactó una nueva Constitución, la de 1876, y puso fin a la guerra carlista, por lo que empezaron a apodarlo «el Pacificador». También apoyó las artes, las obras de los intelectuales y la mejora de las grandes urbes.
Además, a diferencia de su madre, evitó la promiscuidad, enamorado como estaba desde niño de su prima carnal, María de las Mercedes de Orleans y Borbón, hija de la infanta Luisa Fernanda de Borbón, hermana de Isabel II. La vieja reina se había negado a este enlace por el enfrentamiento que mantenía con su cuñado, el duque de Montpensier, y porque buscaba emparentar a su hijo con la heredera de algún reino europeo. Pero Alfonso ya era rey de España y no estaba dispuesto a hacer caso a su madre. Cuando la Restauración hizo posible el retorno de María de las Mercedes, los jóvenes se casaron en la Basílica de Atocha en 1878, lo que provocó la alegría del pueblo español. Era una preciosa historia de amor que parecía haber sido escrita en un folletín de la época.
Sin embargo, la felicidad fue breve, ya que María de las Mercedes murió a los cinco meses víctima del tifus. Al no haber llegado a ser madre, no pudo ser enterrada en el Monasterio del Escorial, sino que descansa en la catedral de la Almudena, cuya construcción había impulsado ella misma. El rey, desconsolado, se refugió en el Palacio Real de Riofrío y al año siguiente se casó con María Cristina de Habsburgo–Lorena, con quien tuvo tres hijos —y dos más con Elena Sanz, una de las cantantes de ópera más importantes de todos los tiempos—.
Alfonso XII murió de tuberculosis en 1885, se dice que por su afán de visitar en persona a los enfermos y mostrarles su apoyo. Tenía solo veintiocho años y su influencia en el país no fue tanta como a él le hubiera gustado, pero sí que dejó huella en la conciencia de su pueblo, que lo percibió como el gran renovador que necesitaba. Su trágica historia de amor con María de las Mercedes inspiró dos películas —¿Dónde vas, Alfonso XII? y ¿Dónde vas, triste de ti?, ambas con Vicente Parra interpretando al monarca— y una copla muy popular —Romance de la reina Mercedes, de Quintero, León y Quiroga—.
El siglo XIX en España fue sin duda la gran oportunidad perdida. Cuando los demás países europeos estaban modernizando sus sistemas democráticos e incluso levantando un imperio, al sur de los Pirineos solo había tensiones políticas, chanchullos, violencia y búsqueda del beneficio personal. A diferencia de los intelectuales de la época, que impresionaron a los círculos de toda Europa y aun hoy se estudian en las escuelas, los políticos no supieron estar a la altura y condenaron al país a la miseria y la incultura.
Solo despuntó la figura de un monarca joven y con amplia formación al que todos confiaron sus esperanzas de progreso, pero al que mató la tuberculosis, una plaga muy típica en la España de aquel tiempo.