Se cumplen hoy 1570 años de la derrota de Atila, rey de los hunos, en la sangrienta batalla de los Campos Cataláunicos, que detuvo el avance de los nómadas por Europa y representó la última gran victoria del Imperio romano de Occidente.
La Historia como materia de estudio se divide en períodos creados de manera artificial por los investigadores para hacer más sencillo su estudio y facilitar su labor pedagógica. Así, los cambios políticos que rodearon al descubrimiento de América abarcan períodos mucho más amplios que solo el año 1492, y el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, con todo lo que eso conllevó, resultó progresivo y heterogéneo. De la misma forma podemos hablar de la Revolución Francesa o, en este caso, de la caída del Imperio romano.
Con este nombre nos referimos generalmente a la fecha en que fue depuesto el último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, que el 4 de septiembre del año 476 de nuestra era entregó su corona a Odoacro, general de la tribu germánica de los hérulos. Los historiadores toman como referencia este evento para dar inicio a la Edad Media, pero la realidad es que la decadencia de Roma se había ido produciendo de manera paulatina durante los siglos anteriores y que el cambio tampoco fue tan brusco. Las legiones romanas ya no dominaban el mundo, los pueblos bárbaros —tomado este término con el significado latino de extranjeros— campaban a sus anchas por las tierras que antes pertenecían al Imperio e incluso muchos obtenían la ciudadanía romana mediante un tratado de asistencia mutua o foedus. Cuando los ejércitos imperiales fueron mermando y el dinero con el que pagarles escaseaba —o al revés, que ambos hechos se fueron encadenando a lo largo del tiempo—, los sucesivos emperadores se vieron obligados a depender de las tropas que les cedían los foederati, lo que convirtió la defensa de las fronteras en un complejo juego de alianzas.
Pueblos como los francos, vándalos y visigodos trataron de hacerse con las riquezas de las principales ciudades del continente europeo a sabiendas de que la terrible decadencia de Roma las convertía en víctimas fáciles. Incapaz de detenerlos por la fuerza, el Imperio buscó hacer de ellos sus amigos a través de algunas concesiones —como alimento, tierras y la ansiada ciudadanía romana—, a cambio de que estos atacantes se enfrentaran a otros que llegaban detrás. De este modo, los generales romanos se convirtieron en negociadores y los intercambios de objetos de valor se hicieron continuos.
Es más, para entonces el Imperio romano ya estaba dividido en dos desde el año 395: el Imperio romano de Occidente —con capital en Rávena— y el Imperio romano de Oriente —con capital en Constantinopla—. Este último sobrevivió en el mismo emplazamiento hasta el año 1453, cuando el sultán Mehmed II derribó sus murallas y convirtió a la ciudad en capital del Imperio otomano.
De modo que, a comienzos del siglo V de nuestra era, el Imperio romano de Occidente estaba solo, aislado y carcomido por su propia degradación. Había sido invadido poco a poco y durante largo tiempo por diversos pueblos que se asentaron en su territorio y que ya disfrutaban de los mismos derechos que los demás romanos. Era débil, y todos lo sabían, por lo que abundaban los buitres dispuestos a alimentarse de su cadáver.
Por esa misma época, llegó al culmen de su poder el pueblo de los hunos, formado a partir de una confederación de distintas tribus nómadas provenientes de Asia Central, cuyas migraciones hacia el este habían empujado a otros a moverse por delante de ellos, como los visigodos, que en el año 376 habían solicitado asilo al entonces emperador Flavio Julio Valente. Este vio en la fuerza de los visigodos una oportunidad para aumentar su capacidad bélica y permitió que atravesaran el Danubio y se quedaran en Dacia. Eran cristianos arrianos, como él mismo, de modo que la alianza entre visigodos y romanos en contra de la expansión de los hunos desde el este parecía lo más obvio. Pero los visigodos se rebelaron contra los abusos cometidos por los romanos y declararon una guerra desde dentro del Imperio que culminó en el año 378 en la batalla de Adrianópolis. Unos quince mil soldados, que correspondían a dos tercios del ejército romano, murieron en la contienda y el propio emperador perdió la vida al frente de los suyos.
Eso demostró la vulnerabilidad de Roma, cuya época de grandeza había pasado hacía mucho. Los visigodos se volvieron audaces y atacaron sin miedo las fronteras del Imperio, sobre todo bajo el mando de Alarico, primer rey visigodo. Flavio Honorio Augusto, emperador romano de Occidente desde el año 395, trató por un lado de negociar con Alarico y a la vez de reprimir sus avances, pero ambas estrategias llevaron al fracaso cuando, el 24 de agosto de 410, los visigodos saquearon la ciudad de Roma. La política de Honorio fue entendida como debilidad y muchas tribus más aprovecharon la oportunidad para asentarse en territorio romano, al tiempo que los visigodos avanzaban impunemente por Europa. El emperador repartió la Galia entre estos y los francos mediante el tratado de 418 y un año antes casó a su hermana Gala Placidia con el influyente general Flavio Constancio, a quien convirtió en coemperador en 421. Este fue un movimiento inesperado, al otorgar un rango casi divino a alguien venido de una cuna humilde que solo había crecido a base de éxitos militares. Pero Honorio conocía bien la inestabilidad de su gobierno y trataba de apuntalarlo gracias a ganarse el favor de los jefes militares, los magister militum. Flavio Constancio —que gobernó como Constancio III— murió ese mismo año y Honorio dos después, lo que dejaba el Imperio romano de Occidente con un vacío todavía mayor.
En 424 subió al trono de Occidente Valentiniano III, hijo de Constancio III y Gala Placidia, un gobernante débil de solo cinco años, controlado por su madre y por los magister militum —envalentonados por el hecho de que uno de los suyos hubiera llegado a emperador— y cuyo único territorio efectivo era la Península Itálica. Con los vándalos en África y la Galia perdida, lo último que necesitaba este joven emperador era una invasión directa de los hunos, que no se hizo esperar.
En 434, Atila y su hermano Bleda se convirtieron en reyes de los hunos e iniciaron una campaña constante de expansión territorial que los llevó a atravesar los Balcanes, atacar Persia y sitiar Constantinopla en 443. Dos años después murió Bleda y Atila quedó como jefe único de todas las tribus nómadas, por lo que encabezó el mayor imperio europeo de su tiempo. Valentiniano, fiel a la política de sus antecesores, le ofreció tierras, tributos y el cargo de magister militum, pero nada logró detenerlo. En 459, Honoria, hermana del emperador, se ofreció como esposa a Atila, junto a una dote que consistía en la mitad del Imperio, si este la rescataba de la vida de palacio y del matrimonio que habían concertado para ella. El rey de los hunos aceptó, pero Valentiniano rechazó esta idea y ordenó que apresaran a Honoria. En respuesta, Atila invadió la Galia y atacó a los visigodos, aliados de los romanos hasta entonces.
Valentiniano encargó la defensa a Flavio Aecio, un importante general que conocía de primera mano tanto a godos como a hunos, pues había convivido con ellos varios años. Hábil negociador, Aecio logró poner de su parte a francos y visigodos, con los que formó un ejército combinado que se enfrentó el 20 de junio de 451 al avance conjunto de hunos, turingios, hérulos y otras muchas tribus germánicas que cabalgaban a las órdenes de Atila. El lugar de encuentro fue un terreno abierto en la orilla izquierda del río Marne, junto a la actual ciudad de Châlons–en–Champagne, en una región que los historiadores han inmortalizado con el nombre de Campos Cataláunicos.
Aecio situó a las tropas romanas en el ala izquierda de su formación, sobre una colina que les confería una ventaja táctica. En el centro dispuso a los alanos y a la derecha a los visigodos, bajo el mando del rey Teodorico. Enfrente tuvieron al propio Atila y los jinetes hunos, que atacaron por el centro, mientras por su izquierda llegaban los ostrogodos y por su derecha el resto de tribus bárbaras. Tanto unos como otros sabían que los romanos podrían resistir un largo ataque debido a su posición privilegiada, de modo que el plan de Atila consistía en desbandar él mismo a los alanos —cuya lealtad por los romanos tampoco era mucha— y abrir así una cuña en el ejército combinado de sus enemigos que terminara por partirlo en dos.
Los jinetes hunos se lanzaron a una carga salvaje, dañando seriamente a los alanos con su gran habilidad con el arco y sus movimientos fugaces a caballo. Eran guerreros fieros, acostumbrados a la rapiña y sin miedo alguno por nada, pero ese día los alanos resistieron su acometida, que se prolongó durante horas. Incapaz de romper ese frente, Atila se giró hacia la izquierda y apoyó a los ostrogodos en su ofensiva contra los visigodos, durante la que mató él mismo al rey Teodorico. Pero eso tampoco debilitó la resistencia. Turismundo, hijo de Teodorico, fue nombrado rey de los visigodos en plena batalla y todas las tribus le juraron lealtad igual que a su padre. Alanos y visigodos se unieron en un ataque conjunto contra hunos y ostrogodos, al tiempo que el resto de tribus bárbaras se veía incapaz de hacer mella en los romanos.
El signo del combate había cambiado en un momento y Atila se vio obligado a retirarse. Aecio pudo haber ordenado entonces a sus tropas que avanzaran sobre el campamento de los hunos y terminar para siempre con el caudillo que tantos problemas le había dado a Roma, pero en ese instante supo ver la importancia que estaba cobrando la figura del joven rey Turismundo a raíz de la victoria, de modo que prefirió mantener estables a todos los enemigos del imperio, en lugar de favorecer a uno sobre otro. Atila pudo regresar a Germania, dejando tras de sí unos veinte mil cadáveres en los Campos Cataláunicos.
Esta ha sido considerada como la última gran batalla del Imperio romano de Occidente, con un valor simbólico trascendental. Puso en jaque el poder bélico de los hunos y sus muchos aliados, cuyo avance se detuvo en seco. Los historiadores bautizaron a Aecio como el último romano, por su defensa de los antiguos valores imperiales. Tanta fue la popularidad que obtuvo por esta victoria que Valentiniano desconfió de que quisiera subir al trono y, en 454, mandó llamar a su general, lo mató él mismo con una espada y luego violó a su mujer. Al año siguiente, dos hombres de Aecio asesinaron al emperador durante unas maniobras militares en Roma y Genserico, rey de los vándalos y los alanos, saqueó la ciudad al considerar que los acuerdos de paz que había firmado con él estaban rotos.
Atila, por su parte, había muerto a comienzos del año 453. La narración más creíble cuenta que se encontraba en plenos festejos de boda con una princesa goda llamada Ildico cuando sufrió una hemorragia nasal que nadie pudo contener y que hizo que se desangrara. Otras fuentes menos fiables apuntan a que ella lo apuñaló. Tampoco se conoce con certeza dónde fueron a parar sus restos mortales.
El caso es que el Imperio romano de Occidente estaba agonizando y la batalla de los Campos Cataláunicos solo fue el último destello de una grandeza que llevaba tiempo desaparecida. Cuenta la leyenda que el combate entre ambos bandos fue tan cruel que ni siquiera la muerte pudo detenerlos y todos aquellos guerreros, bárbaros y romanos, siguen luchando incluso después de caer abatidos, en una guerra permanente que tiene lugar en el cielo.