Se cumplen hoy 281 años del asedio de Cartagena de Indias, que marcó un hito histórico tan importante en la añeja guerra entre España y Gran Bretaña por el dominio del Nuevo Mundo que el rey británico, Jorge II, prohibió a sus cronistas que hablaran de él. Pero hoy tenemos suficientes datos para tratar con honestidad este episodio clave de la llamada guerra del Asiento.
La muerte sin sucesión, en el año 1700, del rey Carlos II de España, último del linaje de los Austrias, dio lugar a un período de inestabilidad política que condujo a diversas guerras, no solo por la Corona, sino en especial por sus diversos territorios en todo el mundo. Comenzó con la guerra de sucesión española, que implicó a las principales potencias europeas y que llevó al trono de España a Felipe de Borbón, duque de Anjou, nieto del rey Luis XIV de Francia y bisnieto del rey Felipe IV de España. Esto es lo que inició el linaje de los Borbones en sustitución de los Austrias, pero a cambio el joven monarca tuvo que hacer grandes concesiones. En 1714 se firmó el tratado de Utrecht, por el que Gran Bretaña obtuvo Menorca y Gibraltar, mientras que el Archiducado de Austria obtuvo los Países Bajos españoles, el Milanesado, Nápoles, Flandes y Cerdeña. Además, Felipe se comprometió a no juntar las Coronas de España y Francia. Solo entonces pudo ascender al trono y convertirse en Felipe V.
Pero la cuestión comercial fue un poco más lejos que la de los territorios, ya que Gran Bretaña obtuvo dos ventajas más de ese acuerdo: el navío de permiso —concesión para enviar un barco de 500 toneladas al año para negociar con las colonias españolas en América— y el asiento de negros —asiento o monopolio por treinta años sobre la venta de esclavos en el Nuevo Mundo—. Esto acabó con la hegemonía española en tierras americanas y fue el primer paso hacia la libertad de mercado.
El nuevo equilibrio entre España y Gran Bretaña no tardó en romperse, con la aparición de corsarios por ambos bandos que atacaban embarcaciones enemigas y se hacían con su cargamento. La flota británica solía saltarse los límites establecidos en el acuerdo del navío de permiso y se apropiaba de las posesiones de barcos y villas españolas. Por su parte, Felipe V había retenido el llamado derecho de visita, que concedía la potestad a cualquier capitán español para inmovilizar embarcaciones británicas que sorprendiera en el mar y confiscar su carga. Esto ocurría tanto si el capitán en cuestión servía directamente a la Corona o se trataba de un navío privado, que recibía el nombre de guardacostas. Es decir, este derecho de visita servía en la práctica como una patente de corso, un permiso del rey de España para hacerse con la flota enemiga de manera legal.
Los ánimos se iban caldeando y solo hacía falta una chispa que incendiara la pólvora y desatara una guerra. El Primer Ministro británico, sir Robert Walpole, hacía esfuerzos por calmar a la opinión pública de su país, que intentaba forzarlo a declarar un conflicto armado, pero ni siquiera él pudo hacer frentes a los llamamientos a la guerra que vinieron como consecuencia del asunto de la oreja de Jenkins.
En 1731, el Rebecca, un barco contrabandista británico capitaneado por el marino Robert Jenkins, sufrió un abordaje por parte del guardacostas español La Isabela, al mando del cual se encontraba el capitán Juan León Fandiño. Según declaró más tarde Jenkins, Fandiño lo ató al mástil de su barco y, de un solo tajo de espada, le cortó una oreja mientras pronunciaba la frase: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». El contrabandista se presentó ante el monarca Jorge II y ante la Cámara de los Comunes, donde compareció con una prueba macabra: su propia oreja metida en un frasco. Hoy sabemos que las afirmaciones de Jenkins fueron una argucia política agigantada por la prensa —incluso parece que la oreja que presentó no era la auténtica, sino que aquella se había quedado en el Caribe, clavada en una picota para que sirviera de escarmiento a todos los que pretendieran saltarse las leyes españolas—. El caso es que el Primer Ministro ya no pudo contener por más tiempo las presiones a las que estaba sometido y en 1739 declaró la guerra a España, la llamada guerra del Asiento o —según los historiadores británicos— la guerra de la oreja de Jenkins.
La flota británica obtuvo su mayor éxito con el ataque a Puerto Bello —actualmente Portobello, en Panamá—, durante los días 20 y 21 de noviembre de 1739. El almirante Edward Vernon sorprendió a las defensas de la ciudad y obtuvo una fácil victoria que enardeció los ánimos británicos. De esa conquista surgieron chistes, canciones y hasta el nombre de una calle: Portobello Road, en el pintoresco barrio de Notting Hill.
A continuación, Vernom puso rumbo a Cartagena de Indias —en la actual Colombia—. Supuso que el resultado sería el mismo y con idéntica comodidad, pero al mando de esa plaza se encontraba Blas de Lezo, un marino guipuzcoano que ya había servido durante largo tiempo en el Mediterráneo y había participado en la guerra de sucesión. Las heridas sufridas en combate habían sido profundas: le faltaban un ojo y una pierna, y tenía un brazo inmovilizado. Por eso sus enemigos lo apodaban Mediohombre.
Pero Lezo era un capitán veterano y uno de los mejores estrategas de la historia de la Armada española. Además, contaba con una compañía de corsarios armados para defender su ciudad y una red de espías infiltrados en el mismísimo Alto Mando británico que informaron cumplidamente de las intenciones de Vernon. De modo que Cartagena de Indias estaba preparada para resistir el asalto.
Los británicos lo intentaron en dos ocasiones en la primavera de 1740, pero fueron fácilmente rechazados, así que prepararon una gran flota para una invasión que habría de ser definitiva: 186 naves de guerra que contaban con casi treinta mil hombres y más de dos mil quinientas piezas de artillería. Enfrente se encontraban solo tres mil seiscientos hombres y seis naves, con los que Lezo pretendía defender la plaza.
El desembarco se produjo el 13 de marzo de 1741 con un rápido avance de las tropas británicas que obligó a los españoles a replegarse en el castillo de San Felipe de Barajas, un fuerte militar ubicado en el cerro de San Lázaro, en una altura desde la que dominaban toda la ciudad. Vernon dio por ganada la batalla e informó de la victoria a su rey, que ordenó que acuñaran monedas en honor de este triunfo tan significativo.
El 19 de marzo se produjo el asalto terrestre, pero esto tampoco resultó tan sencillo como se esperaba. Lezo había ordenado cavar un ancho foso en torno al castillo, lo que hacía que fuera inexpugnable. En su avance, los soldados británicos se convertían en presas fáciles de los cañones españoles y de los asaltos fugaces de los defensores, ya solo seiscientos, pero que se las arreglaron para repeler a una fuerza mucho más numerosa. Además, las tropas españolas hundieron sus propios barcos para bloquear el acceso al puerto y evitar así el desembarco de refuerzos. Los británicos murieron en gran número por los contraataques de los soldados del fuerte, pero en mayor medida aún lo hicieron por la hambruna, la malaria y la fiebre amarilla.
El asedio tuvo que levantarse el 20 de mayo con unas cifras devastadoras: unos diez mil soldados británicos muertos y unos siete mil quinientos heridos, pese a la abrumadora superioridad con la que habían partido de Jamaica. Tantas fueron las bajas que no quedaba tripulación suficiente para pilotar las naves de vuelta, por lo que tuvieron que quemar cinco de ellas antes que entregarlas al enemigo.
La resistencia de Blas de Lezo se hizo inmortal y ganó el reconocimiento de todos sus compatriotas, mientras que el fracaso de Vernon se tapó enseguida. De hecho, pronto las inquietudes de los gobiernos se trasladaron del Caribe a Centroeuropa, donde había estallado la guerra de Sucesión austriaca. Y después de eso aún habría de llegar la guerra de los Siete Años. El conflicto entre España y Gran Bretaña siguió en esos territorios y la primera pudo mantener su supremacía en América durante casi un siglo más, en gran medida debido a los logros de Blas de Lezo.
El marino dio nombre a calles y a avenidas en Cartagena de Indias y en diversas ciudades españolas, también a distintos buques de la Real Armada Española. Hoy en día contamos con datos suficientes acerca de su proeza militar, a pesar de los intentos de la Corona británica por esconder el desastre. La propaganda siguió presentando a Vernon como el héroe de Portobello, pero la Historia ha sabido entresacar la verdad de entre los panfletos y mostrárnosla con toda su crudeza.
Una historia de asedios, bombardeos, hambre y epidemias en un conflicto que se prolongó durante siglos y que marcó la hegemonía de las naciones en todo el mundo. Y un marino británico y otro español que lo hicieron posible.