Se cumplen hoy 69 años de la ejecución en silla eléctrica de Julius y Ethel Rosenberg, un matrimonio de Nueva York acusado de espiar para la Unión Soviética y de haber promovido el desarrollo nuclear soviético con sus informaciones acerca de la bomba atómica estadounidense. Pero la verdad ha resultado ser mucho más compleja.
Los años 50 fueron especialmente duros para la población de los Estados Unidos por la permanente sospecha de colaboración con el comunismo. La Segunda Guerra Mundial quedaba ya lejos en el tiempo y ahora el enemigo era la Unión Soviética, una potencia que se había demostrado dura, poderosa y resistente en su lucha contra los nazis, y que enseguida formó un bloque opuesto a las naciones occidentales. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se creó en 1949 como un acuerdo de protección mutua, en aquel entonces entre doce países de Europa y América ⸺actualmente treinta⸺, y la respuesta oriental llegó en 1955 con el desarrollo del Pacto de Varsovia.
Era la época más intensa de la Guerra Fría. En 1946, Winston Churchill, líder del Partido Conservador británico y primer ministro hasta un año antes, habló acerca de un Telón de Acero que separaba Oriente de Occidente, cada uno con sus propias esferas de influencia, y el término quedó para siempre. Churchill reconocía que la Unión Soviética no deseaba una guerra abierta contra Europa y Estados Unidos, ya que eso acabaría sin duda con toda la humanidad, pero las diferencias entre ambas facciones eran demasiado amplias como para reconciliarse.
En ese tiempo se produjeron dos eventos que habrían de marcar los años sucesivos: la revolución comunista china en 1949 y la guerra de Corea entre 1950 y 1953. Tanto la Unión Soviética como los Estados Unidos iniciaban así su política de influencia sobre otras naciones para que se posicionasen en un bloque o en otro, lo que llevó con el tiempo a la partición en dos de Vietnam y de Corea, o a la escisión de Taiwán. Por si esta escalada de guerra encubierta no tuviera suficientes elementos de preocupación, la Unión Soviética obtuvo en 1949 su primera bomba atómica, la RDS–1, una copia de la Fat Man americana, que había detonado en Nagasaki en 1945.
La paranoia dentro del territorio estadounidense creció como no había ocurrido nunca. Si en los años 30 ya se habían formado núcleos de extrema derecha que apoyaban a la Alemania nazi, en los 40 y 50 fueron las ideas comunistas las que empezaron a extenderse por distintos niveles de la sociedad, y eso alertó al Gobierno. La persona que clásicamente se ha relacionado con este período es Joseph McCarthy, senador republicano por el estado de Wisconsin que en 1950 acusó a 250 trabajadores del Departamento de Estado de realizar labores de espionaje para la Unión Soviética, lo que finalmente no pudo demostrar, pero este asunto le valió una fama inmensa entre los círculos más conservadores del Gobierno, ante los que se presentaba como el defensor de los auténticos valores americanos. En 1953, McCarthy obtuvo la presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado y además fue uno de los mayores impulsores del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes del Congreso, que ya desde 1945 se había reformado como un Comité permanente. Desde ambos organismos se llevó a cabo una profunda investigación de toda la sociedad, en especial del Ejército, los ministerios y la cultura. Hollywood y las publicaciones escritas sufrieron la lupa de McCarthy en un proceso que se ha denominado caza de brujas por la angustiosa persecución, la vulneración de derechos civiles y, ante todo, la presunción de culpabilidad que se llevaba a cabo en los tribunales americanos. El acusado se veía en la obligación de demostrar públicamente que no era un traidor o, en caso de no poder aportar argumentos sólidos, se daba por probado que lo era. En palabras del propio McCarthy:
«No tengo mucha información sobre las actividades de este sujeto, excepto la constancia de que no hay nada en los archivos del FBI que niegue sus conexiones comunistas».
Esta treta legal, claramente antidemocrática, ha recibido el nombre de falacia de McCarthy y en su momento fue acompañada de toda una campaña mediática para hundir la imagen de ciertas figuras y forzar a que delataran a sus cómplices.
Algo así ocurrió en el centro de investigación nuclear de Los Álamos y en la Universidad de Berkeley, donde se habían detectado numerosos simpatizantes con la causa comunista y se sospechaba que podrían haber existido filtraciones entre los científicos de la bomba atómica que hubieran permitido a los soviéticos copiar la Fat Man en 1949. Uno de los detenidos durante esta investigación, en 1950, fue el sargento David Greenglass, un antiguo maquinista del centro que, según se demostró, formaba parte del Partido Comunista y se había dedicado a pasar informaciones secretas. Durante el interrogatorio, y bajo la promesa de que reducirían su pena si colaboraba, Greeenglass delató a su cuñado, Julius Rosenberg, un ingeniero eléctrico. Un mes después, la acusación se extendió a Ethel, la esposa de Rosenberg y hermana de Greenglass, un hecho bastante más controvertido. El matrimonio fue encarcelado y sometido a diversos interrogatorios, pero ellos siempre mantuvieron su declaración de inocencia, lo que exasperó a los investigadores, que buscaban, por un lado, desenredar la madeja de las conexiones comunistas en Los Álamos y, por otro, dar una sentencia ejemplarizante para asustar a los demás espías.
Así, Greenglass fue condenado a quince años de prisión, de los que tan solo cumplió nueve, en agradecimiento a su colaboración aportando nombres. En cambio, los Roserbeng recibieron la pena de muerte, no solo como responsables de espionaje, sino que incluso se les echó en cara durante el juicio que la Unión Soviética dispusiera de la bomba atómica debido a sus informaciones o que se hubiera declarado la guerra en Corea. Hasta se les nombró responsables de las bajas americanas que tuvieran lugar durante ese conflicto.
En la vista, el fiscal adjunto Roy Cohn calificó a Ethel como la auténtica cerebro del grupo y organizadora del espionaje, una mujer fría que, según él, se había entregado al comunismo en detrimento de sus hijos, dos niños de 7 y 3 años respectivamente. Sin embargo, el propio Cohn había reconocido que la acusación contra Ethel estaba muy cogida por los pelos, de hecho no había partido de David Greenglass, sino de Ruth, su esposa, que afirmaba haber visto a Ethel sentada en su máquina de escribir transcribiendo los mensajes que Julius iba a entregar a los soviéticos. David pronto refrendó a su mujer con la intención de protegerla y el fiscal pudo armar un caso sobre la marcha. Después de tres años en la cárcel y pese a numerosas manifestaciones en apoyo a la pareja, ambos fueron llevados a la silla eléctrica el 29 de junio de 1953. Julius murió a la primera descarga, pero Ethel soportó cuatro y falleció con la quinta, según dijeron porque «los electrodos no se ajustaban al cuerpo de una mujer». Fueron los primeros espías ajusticiados en tiempo de paz de toda la historia de los Estados Unidos.
Sus hijos no volvieron a ver a los Greenglass y fueron puestos en adopción. Sin que sus abuelas pudieran hacerse cargo de ellos y sin que sus tíos se ofreciesen, quizá por miedo a nuevas investigaciones, Michael y Robert fueron adoptados por otra familia, los Meeropol, que se esforzó por conseguir que crecieran en el anonimato. Uno llegó a ser profesor de Economía y el otro abogado, y ambos se han jubilado ya y dedican todos sus esfuerzos a tratar de limpiar el nombre de sus padres. Consiguieron ser felices, pese a todo, y reconocen que gran parte de la fortaleza que demostraron se la deben a su madre, una mujer de 37 años con una mentalidad muy avanzada para su tiempo y una preocupación enorme por la psicología infantil. Leía revistas especializadas, incluso durante su tiempo en prisión, y acudía con regularidad a una terapeuta para mejorar la conducta de sus hijos.
Hoy en día existe un criterio distinto sobre lo que ocurrió entonces. En 1995, con la Unión Soviética ya disuelta y la Guerra Fría convertida en algo del pasado, se desclasificaron los llamados Papeles VENONA, que hicieron públicos los mensajes enviados al KGB entre 1942 y 1945 por diversos agentes infiltrados en los Estados Unidos, entre ellos Julius Rosenberg. El código secreto que habían empleado era especialmente complejo, por lo que descifrarlo fue una tarea mayúscula para el Servicio Secreto Británico, la CIA y el FBI que se prolongó hasta 1980. Aun así, y mirando el asunto en retrospectiva, ni el contenido de los mensajes resultó demasiado importante ni el nombre de los espías identificados por este método sirvió para mucho. En general, se trató de pequeños informadores que no hablaban de nada valioso, de modo que, a lo largo de las décadas, los esfuerzos dedicados a traducir el contenido de los papeles VENONA se fue dedicando a otras tareas y, de hecho, algunos continúan sin descodificar.
Lo que probó sin dudas esta revelación fue que Julius trabajó como espía de la Unión Soviética hasta 1945, primero con el nombre en clave de Antena y luego con el de Liberal. Pero lo que les entregó fueron especificaciones de las armas menores con las que él trabajaba, en ningún caso información sobre la bomba atómica ni nada que llegara a cambiar la historia. David Greenglass y su esposa también aparecían nombrados en esos papeles como habituales colaboradores de la URSS, pero de Ethel no había nada. La opinión más generalizada hoy en día es que ella abandonó la causa desde el momento en que nacieron sus hijos y, aunque apoyaba los actos de su marido, no participó en nada más. Se dedicó tan solo a cuidar de su familia.
Sin embargo, ambos se mantuvieron firmes durante los tres años que permanecieron en prisión y se negaron a delatar a ninguno de sus compañeros, en parte por convicción política y en parte por amistad. Todos ellos habían formado una pequeña comunidad clandestina que se relacionaba entre sí, compartía valiosos secretos y, a su modo, luchaba por lo que consideraba un futuro mejor. Aunque eso los llevara a la muerte.
Los responsables de los servicios secretos admitieron que nunca se habían propuesto acabar con ellos, pero ya no podían volverse atrás. Su único propósito había sido doblegarlos y que les dieran algún nombre, pero eso nunca llegó a ocurrir.
La ejecución de los Rosenberg marcó a la opinión pública e inició un movimiento en contra de la represión. En la segunda mitad de los años 50, el llamado macartismo fue decayendo y las listas negras en distintas empresas fueron denunciadas como injustas. El propio Joseph McCarthy vivió una moción de censura permitida por su partido en 1954, que acabó con su prestigio y lo apartó de su línea de actividad. Falleció en 1957 con solo 48 años, ingresado en una clínica por alcoholismo y víctima de una cirrosis hepática. Su labor fue denostada por los historiadores como uno de los principales ataques contra los derechos civiles que se vivieron durante el siglo XX.
Sin embargo, algunos autores alertan de que los elementos propios del macartismo continúan existiendo en la sociedad americana y pueden reflotar llegado el momento. Roy Cohn, el ambicioso fiscal adjunto que había sido responsable del juicio contra los Rosenberg, actuó como asesor legal de Donald Trump y mentor en sus primeros tiempos como empresario. Más tarde, Cohn recibió acusaciones de fraude y acabó sus días con todo su prestigio perdido, además del enorme poder político que había amasado. Había perseguido con encono a comunistas y homosexuales, pero en épocas recientes se hizo público que era homosexual y falleció en 1986 víctima del SIDA.
En cuanto a la ideología del macartismo, gran parte del odio y la paranoia que motivaron la caza de brujas de los años 50 se vivió, de la misma forma, tras los atentados de las Torres Gemelas, en ese caso contra la población de origen extranjero.
El miedo a las personas diferentes que se encuentran en la sociedad actual favorece políticas de exclusión y sospechas infundadas, cuando deberían aportarnos riqueza. La variedad de orígenes e ideas engrandece a un país, lo hace más plural, lo dota de una visión de conjunto que favorece la empatía.
Huyamos de los planteamientos de historia única, de los fanatismos, de las mentalidades cerradas o del odio como forma de tratar a los demás. Escuchemos a la gente, sobre todo a la que viene de fuera, o proviene de orígenes distintos, o tiene una conciencia alejada de la nuestra, porque eso nos hará más sabios.
Hoy se cumplen años de la muerte de una pareja que no era culpable de lo que le habían achacado y a la que sentenciaron a muerte con la única intención de que delatara a los suyos. Los derechos civiles son un logro perseguido largamente y deberíamos defenderlos por encima del desprecio a los demás, tan de modo hoy también.
El futuro depende de cómo afrontemos el presente y nos relacionemos entre nosotros. Tenemos por delante una tarea ardua, pero maravillosa.