Se cumplen 68 años de la publicación del manifiesto Russell–Einstein, un llamamiento internacional por parte de humanistas, científicos y pensadores para que todas las naciones del mundo frenaran la escalada armamentística y pensaran en el futuro de la humanidad. ¿Qué ha sido de aquello?
El empleo de la recién inventada bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki produjo un efecto decisivo en la historia de la humanidad. Su capacidad disuasoria sobre el ejército japonés puso fin a la Segunda Guerra Mundial, con un armisticio declarado solo una semana después del bombardeo. Sin embargo, dio comienzo a una época nueva en la que los bloques en tensión iban a ser otros: por un lado la Unión Soviética ―que había sufrido horriblemente por la invasión de Alemania― y por el otro los Estados Unidos ―que habían quedado indemnes y pusieron en marcha el ambicioso plan de ayudas económicas para la reconstrucción de Europa Occidental que llevó el nombre de Plan Marshall―.
Esta confrontación silenciosa, que nunca llegó a traducirse en conflicto armado, y que conocemos como Guerra Fría, condujo a una escalada en el poder armamentístico de ambas naciones. Tanto una como otra ficharon a antiguos científicos nazis, a los que sacaron de Alemania y recolocaron con nombre falso en nuevos laboratorios para seguir investigando las aplicaciones de la energía atómica y el desarrollo de cohetes, en el caso de Estados Unidos con la denominada Operación Paperclip y en la URSS por medio de la Operación Osoaviajim. De esos proyectos surgieron incluso los avances en la carrera espacial, que se desarrolló en los dos frentes durante los años 60.
Pero también fue aumentando la potencia de las armas de destrucción masiva, cuyo estudio vivió un empuje crucial. En 1952, se probó en Estados Unidos la primera bomba de hidrógeno o bomba H, que podía ser unas mil veces más potente que las empleadas en la guerra, y la Unión Soviética no tardó en conseguir su propia versión. ¿Qué iba a ocurrir a partir de entonces? ¿Las naciones enfrentadas irían llenando sus arsenales de horrores cada vez más peligrosos hasta que no les quedara más remedio que usarlos?
Esta preocupación fue cundiendo entre los intelectuales de Europa, que ya conocían perfectamente lo que significaba una guerra. Albert Einstein dijo: «No sé con qué armas se librará la tercera guerra mundial, pero sí sé con cuáles se librará la cuarta: con palos y piedras». Todos los expertos auguraban que poner en marcha el botón nuclear traería consigo la extinción completa de la vida de la Tierra, igual en un primer momento como a largo plazo.
El 9 de abril de 1955, el matemático y filósofo pacifista Bertrand Russell publicó un manifiesto en el que abogaba por el desarme conjunto de todas las grandes potencias y la búsqueda de nuevos caminos para la resolución de conflictos que no pasaran por la guerra, sino por el diálogo. En aquel entonces, la Organización de las Naciones Unidas había cumplido ya su primera década de existencia, pero no parecía un organismo capaz de detener un posible enfrentamiento EEUU–URSS, por ello la sensación de intranquilidad en el mundo era enorme y daba la impresión de que cualquier elemento incontrolable podría encender la chispa entre ambos bloques, como demostró, solo siete años después, la crisis de los misiles de Cuba.
Russell juntó a diez científicos de primer orden, humanistas preocupados por la evolución de los hechos y pacifistas convencidos para que firmaran con él un texto en favor del desarme internacional. El más famoso de ellos era Albert Einstein, que lo había refrendado solo unos días antes de morir y le dio su nombre conjunto. El texto empezaba de esta manera:
«La declaración aquí presente, que ha sido firmada por algunas de las más eminentes autoridades científicas en distintas partes del mundo, trata sobre los peligros de una guerra nuclear. Es obvio que ninguna de las partes puede aspirar a la victoria en semejante guerra, y que existe un peligro muy real de exterminio de la raza humana por el polvo y la lluvia de las nubes radiactivas. Parece que ni el público ni los Gobiernos del mundo son lo bastante conscientes del peligro».
Pero el propio Russell admite en la carta que el verdadero problema no es el hecho de contar con bombas atómicas, sino la dinámica de bandos enfrentados que ha llevado a la creación de armas desde el comienzo de los tiempos, y que en esos momentos estaba llegando a unos límites incontrolables por culpa de la Guerra Fría.
«Estamos hablando en esta ocasión, no como miembros de esta u otra nación, continente, o credo, sino como seres humanos, miembros de la especie Hombre, cuya existencia continuada está en duda. El mundo está lleno de conflictos y, por encima de todos los conflictos menores, la lucha titánica entre Comunismo y Anticomunismo (…).
Tenemos que aprender a pensar de una manera nueva. Tenemos que aprender a preguntarnos, no sobre las medidas que deben tomarse para asegurar la victoria militar de cualquier grupo que prefiramos, pues ya no existen tales pasos; la cuestión que nos debemos formular es: ¿qué medidas deben adoptarse para evitar una contienda militar cuyo resultado será desastroso para todas las partes?».
La cuestión resultaba peliaguda, sobre todo si tenemos en cuenta que la humanidad jamás había actuado unida en ninguna cuestión importante, y que su medio de interacción era casi siempre la guerra. Por tanto, ¿la solución era cambiar por completo a los humanos? ¿Transformar su naturaleza de un día para otro? No, no de un día para otro, sino poco a poco:
«Aunque un acuerdo para renunciar a las armas nucleares como parte de una reducción general de armamentos no equivalga a una solución definitiva, serviría para ciertos objetivos importantes. En primer lugar, cualquier acuerdo entre el Este y el Oeste será bueno en la medida en que tienda a disminuir la tensión. En segundo lugar, la abolición de armas termonucleares, si cada parte creyera que la otra la cumple con sinceridad, disminuiría el temor de un ataque repentino al estilo de Pearl Harbour, que en la actualidad mantiene a ambas partes en un estado de aprehensión nerviosa. Debemos, por tanto, dar la bienvenida a un acuerdo, aunque sólo sea como un primer paso».
El escrito termina de una forma tan brillante y clara que solo puede llamar a la acción:
«Invitamos a este Congreso, y a través suyo a los científicos del mundo y al público en general, a suscribir la siguiente resolución:
Ante el hecho de que en cualquier futura guerra mundial se emplearían con certeza armas nucleares, y que tales armas amenazan la continuidad de la humanidad, instamos a los gobiernos del mundo para que entiendan y reconozcan públicamente que sus propósitos no podrán lograrse mediante una guerra mundial, y les instamos, en consecuencia, a encontrar medios pacíficos que resuelvan todos los asuntos de disputa entre ellos».
El manifiesto Russell–Einstein logró enseguida resonancia mundial. Personalidades de todo el mundo estuvieron de acuerdo en que había que hacer algo para que esa progresión no fuera imparable. Solo dos años después del discurso de Russell, el magnate Cyrus Eaton financió el desarrollo de una conferencia internacional sobre el desarme de las grandes potencias, que en aquel momento tuvo lugar en su pueblo, Pugwash (Nueva Escocia, Canadá). Contó con la presidencia de Józef Rotblat, físico de enorme prestigio y uno de los firmantes del manifiesto, y de aquel encuentro primigenio surgió la posibilidad de una Organización Pugwash y unas Conferencias Pugwash que se celebraran periódicamente.
La idea no podía ser más altruista:
«El objetivo principal de Pugwash es la eliminación de todas las armas de destrucción masiva (nucleares, químicas y biológicas) y de la guerra como institución social para resolver disputas internacionales. En este sentido, la resolución pacífica de los conflictos a través del diálogo y el entendimiento mutuo es una parte esencial de las actividades de Pugwash, que es particularmente relevante cuando y donde las armas nucleares y otras armas de destrucción masiva son desplegadas o podrían ser utilizadas».
La Conferencia Pugwash y el propio Józef Rotblat fueron premiados de manera conjunta en 1995 con el Premio Nobel de la Paz. De sus esfuerzos se obtuvo, entre otros logros, el tratado de no proliferación nuclear, que entró en vigor en 1970 y se basa en tres principios: la no generalización de esta clase de armamento, el desarme y el uso pacífico de la energía atómica.
Si evaluamos de manera objetiva cómo se encuentra este debate hoy en día, veremos que aún no se ha resuelto y que las potencias siguen valorando este asunto con una visión egoísta y de reparto del poder, y no con un panorama universal que beneficie a todos. Sin embargo, que no se haya solucionado el tema no implica que no se hayan dado pasos en la dirección correcta.
Por eso es tan importante que, en un día como hoy, recordemos que hubo un grupo de sabios que pensó en ayudar a la humanidad como un todo, que abogó por dejar de lado las diferencias y aportó consejos útiles para un avance en común. Nadie dijo que fuera fácil, pero yo creo que el beneficio de esta manera de pensar podría ser infinito.
Y, total, ¿qué vamos a perder? La otra opción ya la hemos probado durante milenios y sabemos lo terrible que puede llegar a ser la guerra, así que por qué no probar a cambiar el mundo. No todo de una vez, sino poco a poco.