Un lugar plagado de leyendas, sirenas, buzos y piratas, muchos, muchos piratas. Porque en 1702 España se hallaba sumida en plena Guerra de Sucesión, que significó en la práctica el final de la dinastía de los Habsburgo y el comienzo de la dinastía de los Borbones. Y las principales naciones del mundo corrieron a posicionarse en un bando o en otro, y de paso a hacerse con alguno de los ingentes cargamentos de oro y plata que aún llegaban por entonces del Nuevo Mundo. Carlos II, conocido como «el Hechizado», había muerto sin descendencia en el año 1700, legando su Corona a Felipe, duque de Anjou, nieto del rey Luis XIV de Francia.
Este hecho aseguraba la creación de una poderosa alianza entre Francia y España, que amenazaría los intereses de naciones rivales como Inglaterra, Holanda y Austria. Por tanto, éstas últimas no tardaron en apoyar a un candidato alternativo, en este caso a otro miembro de la Casa de Habsburgo, el archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Vamos, un duelo de ejes de poder en toda regla, que sacudió los cimientos de media Europa, casi como no había ocurrido desde que Solimán el Magnífico se lanzara contra los muros de Viena en 1529.
Catorce años duró el enfrentamiento, y su conclusión no resultó nada sencilla. El archiduque fue nombrado Carlos III de España y apoyado por el papa Clemente XI, la Corona de Aragón, Portugal, Inglaterra, Holanda y el Sacro Imperio Romano Germánico. Por su parte, el duque de Anjou llegó a ser Felipe V de España, apoyado por las Coronas de Castilla y Navarra, y por el reino de Francia. Esto convirtió a la conocida como Guerra de Sucesión Española en un conflicto tanto interno como externo, en una guerra civil y a la vez europea, que terminó entre 1713 y 1715 con la firma del tratado de Utrecht. «La mala paz», como lo llamó uno de los embajadores, por la que, en pocas palabras, Felipe V entregaba vastas posesiones y renunciaba para siempre a unificar las Coronas de España y Francia —para él y todos sus descendientes— a cambio de obtener el respaldo en su acceso a la primera; y Gran Bretaña se hacía, entre otros muchos territorios, con la posesión de Gibraltar —que conserva el Reino Unido hasta el presente— así como notables beneficios en el comercio en las Indias, con lo que rompió el vigente monopolio de España en América, una de sus grandes preocupaciones.
Tan importante fue este momento histórico concreto que la Corona de Inglaterra y la de Escocia, junto con sus Parlamentos respectivos, decidieron unirse en un solo gobierno —ya compartían monarca desde un siglo antes— y conformar el reino de Gran Bretaña, por el Acta de Unión de 1707. La primera persona en encarnar esta unión fue la reina Ana de Gran Bretaña, curiosamente la última de la Casa Estuardo. Y eso generó su propio conflicto, con la llegada de la Casa de Hannover. Pero ésa es una historia para otro día.
Utrecht supuso el final de la Guerra de Sucesión pero implicó muchísimo más: España había perdido su papel hegemónico en Europa, que mantenía desde la caída de Granada y la llegada al Nuevo Mundo. Es decir, que en 1702 la cosa estaba en plena ebullición.
España y Francia mantenían una alianza terrestre y marítima, y enfrente Inglaterra y Holanda hacían lo propio. Los convoyes cargados de oro, plata y sedas seguían llegando de América dos veces al año, protegidos por galeones armados, en enormes flotas que durante doscientos años lograron evitar los ataques de los piratas —muchos de ellos ingleses—. Era un sistema que había organizado ya en su época Felipe II, con un convoy que partía de España en abril y otro en agosto, retornando a la Península cargados de riquezas. Algunas de ellas provenían incluso de Filipinas, habiendo cruzado el Pacífico hasta el virreinato de Nueva España y uniéndose de esta manera a la flota de las Indias. Eran los tiempos en los que «no se ponía el sol» en los territorios de la Corona de España, y sus barcos recorrían todo el globo con las bodegas llenas.
El 24 de julio de 1702 partió desde La Habana la enorme flota, conocida como La Flota de Oro, contándose un total de dieciocho galeones españoles y diecinueve naves de guerra francesas. El mando recaía en el almirante Manuel de Velasco y Tejada, mientras que el contingente francés estaba gobernado por el almirante François Louis de Rousselet, conde de Château–Renault. El convoy recaló en Azores y allí supo del asedio que mantenía al puerto de Cádiz la flota conjunta inglesa y holandesa, por lo que debió buscar un destino alternativo. ¿Adónde dirigirse? ¿Ferrol, tal vez? No, también se habían avistado barcos ingleses cercanos a Finisterre, así que no podía correr el riesgo. Vigo era la mejor opción.
La ría de Vigo era conocida en aquel tiempo por su facilidad para la navegación y su seguridad de cara a la defensa, pero eso no había evitado que recibiera terribles ataques en el pasado, como los realizados por vikingos, otomanos e ingleses en diversas épocas.
De modo que ambos almirantes tomaron la decisión de poner rumbo a Vigo, a donde llegaron el 22 de septiembre. Sin embargo, la valiosa flota no pasó desapercibida para sus enemigos, muy necesitados de victorias después de que el asedio a Cádiz estuviera resultando infructuoso. El almirante inglés sir George Rooke, al mando de ciento treinta y ocho naves anglo–holandesas, siguió la estela de la Flota de Oro en pos de su cargamento, alcanzando aguas viguesas el 22 de octubre. La mayor parte de naves quedó anclada en las islas Cíes, mientras que veinticuatro inglesas y diez holandesas se adentraron en la ría.
La cruenta batalla tuvo lugar el día 23
Los españoles habían tenido un mes para organizarse, por lo que la resistencia fue heroica. Habían logrado desembarcar los cañones para ayudar a los fuertes. Habían organizado milicias a partir de la población de las villas circundantes. Habían tendido cadenas para cerrar la ensenada de San Simón y habían llenado sus aguas de troncos y mástiles que entorpecieran el avance enemigo.
Al mismo tiempo, habían empezado a descargar el contenido de las bodegas, por lo que se cuenta que más de mil carros de bueyes se dirigieron a distintas localidades, logrando salvar más de trece millones de pesos de plata. En Vigo, la defensa corrió a cargo del príncipe de Barbanzón, capitán general del reino de Galicia.
Sin embargo, nada pudo detener el asalto: ni troncos, ni cadenas ni el bombardeo procedente del fuerte de Rande y de la batería de Cordeiro —a ambos lados de la ensenada de San Simón—, o de las propias naves hispano–francesas. Rooke condujo su grupo a través de cuantos medios de defensa trataron de contenerlo. Cuando la situación se volvió insostenible, el conde de Château Renault ordenó que incendiaran las naves, para que éstas no pudieran ser capturadas.
Y la ría de Vigo se llenó de fuego
Luego ingleses y holandeses desembarcaron —guiados por el duque de Ormond—, arrasaron en el combate cuerpo a cuerpo y se dedicaron al saqueo de las villas de Redondela, Domaio, Meira, Cangas y Vigo. Se calcula que obtuvieron más de dos mil kilos de plata en total, que fueron a parar al Banco de Inglaterra —cuyo director por aquel entonces era, casualmente, Isaac Newton—. Uno de los barcos que transportaban ese tesoro era el Santo Cristo de Maracaibo, galeón español capturado en la batalla y que el almirante Rooke decidió emplear como ayuda. Sin embargo, el Santo Cristo se hallaba tan maltrecho después del combate que no pudo navegar más allá de Cíes, y terminó por hundirse. Ésta es la parte donde la Historia se mezcla con la leyenda, pues los restos del mítico Santo Cristo de Maracaibo han sido buscados casi desde su naufragio, a lo largo de múltiples intentos de rescate en los siglos XVII, XVIII, XIX y XX. Se desconoce con exactitud la fortuna que yace en el fondo del mar, pero los sueños de lingotes y monedas aguardando entre los restos han guiado los esfuerzos de numerosos aventureros.
Hoy sabemos que en aquel cargamento había plata, oro, piedras preciosas, maderas, tintes, tabaco, azúcar, cacao, lana y perlas. También porcelana china, azafrán y sedas. Y en su defensa murieron unas dos mil personas, la mayoría sin identificar, a las que se ordenó proteger unas riquezas que nunca llegarían a ver, acabaran en poder de unos u otros. Entre los atacantes hubo unas ochocientas víctimas, también marinos que peleaban por su nación, su gente y sus ideales en cualquier rincón del mar.
La leyenda del pecio con el tesoro de Rande llegó hasta los oídos del insigne escritor de Nantes Jules Verne, que la recogió en su novela «20.000 leguas de viaje submarino». El capitán Nemo, que había sido conocido antes como príncipe Dakkar, y enemigo jurado del Imperio británico, utilizaba el submarino ‘Nautilus’ para apropiarse de los secretos de Rande, beneficiándose de las riquezas que el almirante inglés había perdido. Una especie de justicia poética.
En honor de la batalla de Rande, la reina Ana de Gran Bretaña ordenó que acuñaran monedas con el oro y la plata capturados —que mostraron su efigie y la leyenda «VIGO»—, así como bautizó a una calle de Londres como Vigo Street —célebre más tarde, entre otras cuestiones, por haberse fundado en ella la editorial Penguin Books—.
Hoy la batalla de Rande es un hito histórico recordado por expertos, museos y organismos internacionales. En la antigua Fábrica do Alemán, en la ensenada de San Simón, se encuentra ahora O Centro de Interpretación do Patrimonio Cultural de Rande, Meirande, que pretende, según sus propias palabras, «sensibilizar e concienciar á cidadanía da enorme riqueza non só artística, senón tamén, socio-cultural e paixasística da zona; e ante todo a necesidade da súa posta en valor». En sus salas se emiten vídeos que recuerdan la historia detrás de aquella terrible batalla, se muestran documentos auténticos y restos hundidos, se reconstruyen los hechos, se enseña cómo era la vida en la época y por qué ocurrió aquel trágico suceso. La visita al Meirande —con entrada gratuita— es obligada para cualquier amante de la Historia, aficionado a la literatura naval, turista, viajero o conocedor de la zona.
La ensenada de San Simón está indeleblemente unida a la narración de esta batalla, y sus olas siguen hablándonos de hombres de distintos países que se enfrentaron a muerte hace ahora 315 años, por un tesoro cuyo final aún no está claro. La historia real y la leyenda están tan entremezcladas como el conocimiento y el ansia de aventura de los pueblos, pues vivir es siempre soñar. ¿Y hay algo mejor que una batalla mítica, un galeón hundido y un tesoro esperando por el valiente que sea capaz de recuperarlo?
Por eso, un año más, los vecinos de Redondela han celebrado los días 19 al 21 de octubre la Festa de conmemoración da Batalla de Rande, ya en su cuarta edición, que ha tenido lugar en la explanada frente al Meirande y en sus propias salas. Puestos tradicionales, vestimentas de época, embarcaciones, cañones, demostraciones de esgrima a cargo de la Sala Viguesa de Esgrima Antiga SVEA) y una preciosa dramatización de los hechos por parte de los propios vecinos, apoyados por la compañía teatral «Sr. Sagüillo». Y como colofón, una increíble exhibición de fuegos artificiales que recordaban a los propios cañonazos de aquellos galones, como si fueran fantasmas que lucharan de nuevo frente a San Simón, tres siglos después.
La memoria es parte fundamental de quienes somos, igual que los sueños, el esfuerzo y el ansia de aventura. Así que nunca olvidemos lo que significó Rande, por qué y para qué. Nunca dejemos de disfrutar de nuestra Historia.