Se ha estrenado la película más reciente de Paul Urkijo Alijo, un director que ya sorprendió con Errementari y que adora la mezcla entre la historia real y la fantasía. Pero nada es comparable con la grandeza de lo que ha hecho en Irati.
Existen en la filmografía española muy pocos ejemplos de algo así. Irati mezcla sabiamente la narración histórica con la fantasía proveniente de la mitología vasca, y lo hace de un modo tan cohesionado que al espectador le llega a extrañar que nunca le hubieran explicado la batalla de Roncesvalles de esta forma.
Porque toda la trama se origina ahí, en una guerra que llega a su fin por medio de un pacto mágico que tendrá consecuencias imprevistas, y que pone sobre la mesa un conflicto universal: el enfrentamiento entre las dos religiones que en ese momento pugnaban por dominar la Península Ibérica —el cristianismo y el islam—, y la resistencia a desaparecer por parte de las viejas creencias locales, una religión tan antigua y tan arraigada en su gente como las otras, pero que ve sin remedio cómo sus días se acaban. Esa lucha se hará más patente aún en la conciencia del protagonista, educado como noble y testigo de un cambio de época del que tiene que ser artífice de manera forzosa, aunque en determinados momentos le habría gustado huir y pensar solo en sí mismo y en su felicidad.
Irati es pura fantasía histórica, como ya había sido Errementari, la anterior película de Paul Urkijo Alijo, que aquí vuelve a trabajar como guionista, esta vez en solitario. La historia proviene de El ciclo de Irati, el cómic de Jon Muñoz Otaegi y Juan Luis Landa que recopiló la editorial Glénat en un precioso volumen integral en 2004, y que el cineasta ha necesitado seis años para trasladar a la pantalla. Y ese esfuerzo se nota en cada imagen, no solo en los impresionantes efectos especiales para representar lamias, gigantes y diosas, sino también en los rodajes mayoritariamente en exteriores, en las túnicas, las armas y las cotas de malla. En las manos sucias y los dientes negros, en las ropas carcomidas y manchadas de humedad, en el fuego que quema, las heridas que sangran y las cuevas donde da pavor meterse.
Esta película era necesaria en nuestro cine, no solo por esa espectacularidad que parecía vedada, y que aquí se muestra con un realismo sobrecogedor, sino también por la defensa de una mitología propia que solo ha llegado a las obras de ficción en casos contadísimos. Mientras las leyendas nórdicas o grecorromanas se han difundido en tal cantidad de creaciones que sería imposible enumerarlas, las mitologías propias de otras tierras han sido olvidadas con frecuencia o incluso tratadas con cierta condescendencia. Pero eso está cambiando en las últimas décadas, y los escritores cada vez se vuelcan en mayor medida hacia terrenos poco frecuentados, como está pasando con el afrofuturismo o la afrofantasía. Nuevas escalas de valores, nuevos dioses para regenerar unas historias que parecían ya un poco anquilosadas.
Y, si es por mitologías, la Península Ibérica cuenta con algunas de las más antiguas, profundas, complejas y enraizadas que pueda haber, con ejemplos tan sobresalientes como la mitología vasca, gallega o cántabra, de las que empieza a haber muestras en novela y cine que han obtenido el favor del público.
El éxito de Irati en Euskadi ha sido fabuloso y todo apunta a que se convertirá en una de esas películas eternas de las que pasan años y se sigue hablando con fervor. De esas que tienen seguidores entregados que vuelven a verla una y otra vez, conocen hasta el más mínimo detalle y esperan ansiosos la siguiente obra de su director, porque saben que encontrarán en ella emoción, realismo y un respeto envidiable por las creencias de su tierra, que de este modo se convierte en la tierra de todos.