Ha fallecido uno de los más grandes actores de la historia, representante del Hollywood clásico y protagonista de tantas de mis jornadas de sillón y bocadillo frente a la tele.
Es imposible entender aquella época sin Kirk Douglas. Hijo de inmigrantes judíos, había logrado salir adelante trabajando como repartidor de periódicos, vendedor de refrescos, dependiente en unos grandes almacenes, jardinero y bedel. Con todo eso, logró titularse en Filosofía y Letras y después en Arte Dramático. Triunfó en Broadway, desde allí dio el salto a la radio, al cine y luego a la televisión, fue productor y colaboró en algunos periódicos. En 1996 obtuvo un Oscar honorífico por toda su carrera y estuvo allí, después de haber sufrido un ictus, recibiendo el cariño de toda la industria cinematográfica y observando con orgullo el producto de su trabajo.
Hubo un tiempo en que el nombre de Kirk Douglas, por sí mismo, otorgaba solvencia a una película. Si él actuaba allí, podías estar seguro de que merecía la pena verla. Hizo de todo. En la época de los westerns y las superproducciones históricas, él estuvo en los más importantes, siempre llenando la pantalla con su presencia de galán y su cuerpo de luchador. Podía aparentar fragilidad y fortaleza, podía sufrir los estragos de la tuberculosis o morir crucificado, y siempre convertía esas actuaciones en algo especial. Su hoyuelo, su sonrisa y su mirada profunda se convirtieron en habituales en tantas sobremesas de aquella España en la que solo había dos canales y siempre ponían las mismas películas.
Mi padre lo adoraba por los westerns, su debilidad: «Duelo de titanes», «El último tren de Gun Hill» o «Asalto al carro blindado» eran de sus favoritos. Calculo que debió verlos cien mil veces o más. En mi caso era por las de aventuras: «20.000 leguas de viaje submarino», «Los vikingos» o la que sin duda es mi película favorita, «Espartaco». Él le dio honor a aquella revuelta de gladiadores, la convirtió por sí solo en una épica revolución contra el estado de las cosas, la hizo inmortal. Douglas puso su físico y su lenguaje corporal para una interpretación brillante que le otorgó fama por todo el mundo. En poco tiempo sus palabras se hicieron pilares de nuestro crecimiento como personas. Éramos niños pegados a un televisor, donde unas personas luchaban por ser libres y por recuperar su dignidad, frente a un sistema que les privaba de cualquier derecho.
«Tal vez no haya paz en este mundo. No lo sé… pero sí sé que mientras estemos vivos, debemos ser fieles a nosotros mismos», decía Espartaco.
«La muerte es la única liberación para el esclavo, por eso no la teme… por eso venceremos».
Kirk Douglas ya no sigue entre nosotros, pero yo imagino que le ocurrirá como cantaba Serrat de Currito «El Palmo» y, en algún sitio en el que esté, el actor seguirá deleitando a los suyos. Hará de Van Gogh y de Ned Land, repetirá las frases de Espartaco con la misma pose estoica que nos impresionaba tanto en aquel entonces, y seguirá siendo el viejo galán del Hollywood de los 60, el que enamoraba a todas las diosas de la pantalla. Y si acepta peticiones, estoy convencido de que mi padre les pedirá a él y a Burt Lancaster que repitan el duelo en O. K. Corral, por enésima vez, hasta sacar de quicio incluso a los ángeles del cielo.