Se cumplen hoy 263 años de una de las batallas que más influyeron en el Nuevo Mundo, no tanto en su equilibrio de poder o en la evolución de las tropas desplegadas como en la imagen que tenemos de aquellos años, de los hombres y mujeres de frontera y de los nativos indígenas que se vieron implicados sin remedio en las viejas guerras de Europa. Se trata de la batalla de Fort William Henry, que inspiró una de las novelas de aventuras más famosas de la historia.
Empezaba la segunda mitad del siglo XVIII. América seguía siendo una tierra virgen sobre la que se lanzaban las potencias europeas. España, Francia, el Imperio austríaco, Prusia, Portugal o el Reino Unido se enfrentaban en pequeñas guerras coloniales, que implicaban no solo a sus propios soldados, sino a miles de indígenas, a los que se reclutaba por diversos métodos. Dinero, venganza o sangre eran los motivos que llevaban a estos pueblos nativos a implicarse en una batallas que no eran suyas, y en las que les estaban robando su propia tierra.
Una de las zonas en disputa era la que iba desde el actual Estado de Nueva York hasta Canadá, donde el Reino Unido y Francia se disputaban cada llano, cada vía y cada masa de agua. En 1755, los británicos levantaron Fort William Henry, a orillas del lago George, en Nueva York. Su finalidad era prestar apoyo al cercano Fort Edward, situado a unos treinta kilómetros, junto al río Hudson, en contra del llamado Fort St. Frédéric, que los franceses habían construido en las proximidades del lago Champlain. El fuerte tenía capacidad para unos quinientos soldados —aunque llegó a haber más del triple, lo que provocó terrible brotes de viruela— y debía su nombre al príncipe William Henry, nieto del rey Jorge II. Aunque al principio el lugar quedó al cargo de William Eyre, el ingeniero militar que lo había construido, en 1757 el cargo de comandante pasó a manos del teniente coronel George Monro, un oficial con una hoja de servicios impresionante. Sin embargo, ni eso ni los más de dos mil soldados a sus órdenes sirvieron para evitar el ataque del ejército francés, que a principios de agosto de 1757 se dirigió hacia Fort William Henry con más de ocho mil hombres, unos dos mil de ellos nativos americanos.
Monro, consciente de lo mal que tenía las cosas, pidió refuerzos a Fort Edward. Su responsable, el general Daniel Webb, escribió una carta rechazando la petición, que acabó justamente en manos de su enemigo, el general francés Louis–Joseph de Montcalm, responsable del ataque y posterior asedio a Fort William Henry —otro veterano de América, que el año anterior había obtenido una victoria dificilísima en Fort Oswego—. Montcalm se guardó la carta hasta el 8 de agosto, cuando la dureza del asedio ya había doblegado en gran medida las fuerzas de los británicos. Entonces fue cuando hizo ver a Monro que no le iba a llegar ninguna clase de refuerzo. Abatido, el teniente coronel rindió el fuerte solo un día después, ante la promesa de Montcalm de que sus hombres respetarían la vida de los británicos y les permitirían replegarse en paz hacia Fort Edward. Una vez que el lugar estuvo en sus manos, los franceses destruyeron por completo Fort William Henry.
Lo que no se esperaban era lo que iba a ocurrir después. Los nativos que avanzaban junto a los franceses no aceptaron el acuerdo de paz y masacraron a los británicos en su camino hacia Fort Edward. Hachas y flechas acabaron con el frente que se replegaba, hasta que el propio Montcalm, al enterarse, detuvo la acción, que consideraba un gesto deshonroso. O por lo menos esto es lo que cuenta la leyenda, porque en realidad no disponemos de ninguna prueba de que tuviera lugar la famosa masacre de Fort William Henry, y algunos historiadores sostienen que solo fue un bulo creado por los británicos para enardecer a sus tropas, o que en todo caso la matanza no debió ascender a más de cincuenta o sesenta víctimas. Esta cifra fue aumentada por los cronistas de la época y empleada como motivo de reclamación.
La guerra terminó cuando el ejército británico conquistó Canadá y finalmente, en 1763, Francia tuvo que renunciar a todos sus territorios en América, mediante el tratado de París.
Pero este asunto nunca pasó de ser un mito local hasta que, en 1825, el escritor James Fenimore Cooper pasó unos días de viaje en las montañas de Catskill, en el Estado de Nueva York. Autor de una novela anterior acerca de los pioneros de la frontera americana, Cooper sintió el romanticismo de aquel lugar y se decidió a escribir una historia, que trataría la leyenda de la masacre de Fort William Henry, pero también la dureza de la vida en los puestos fronterizos, la lucha por la supervivencia y el enfrentamiento constante entre salvajismo y civilización. Cooper sostenía que, en diversas situaciones, el género humano revierte a un estado de primitivismo que lo pone en comunión con la propia naturaleza, por mucho que la educación de las ciudades pretenda enterrar esos instintos. En el bosque, el río y la montaña, la humanidad vuelve a ser quien fue en un principio, el amor bulle de un modo brutal y la guerra se manifiesta como una necesidad de los pueblos, tanto de los indígenas como de los colonos. La extinción de una tribu entera, como pueden ser los mohicanos, se muestra como la conclusión de una terrible existencia natural, de una pelea por la vida a cualquier precio.
James Fenimore Cooper publicó en 1826 «El último mohicano», que enseguida se convirtió en una de las novelas de aventuras más famosas y universales de todos los tiempos, adaptada en numerosas ocasiones al cine, la televisión, el cómic, la radio, la animación, el teatro e incluso la ópera. Su legado en otros autores fue inmenso, como en el texano Robert E. Howard, que nunca negó la influencia de Cooper en su relato «Más allá del río Negro». La región de las Catskill se convirtió en destino turístico de primer orden, con visitas guiadas al lugar donde había estado Fort William Henry, lo que sirvió para fomentar la presencia de pequeños complejos hoteleros —así, por ejemplo, la acción de la película «Dirty dancing» transcurre en un hotelito situado en las Catskill—.
De un afán colonialista surgió una forma de vida salvaje, de esta una guerra, de la guerra una leyenda y de la leyenda una novela de aventuras que atravesó el mundo. La lucha, el honor y el arrojo que mostraba Cooper en su obra llenaron la imaginación de muchas personas, que creímos en la posibilidad de vivir con esos valores tan elevados, como hacía el personaje de Ojo de Halcón, incluso en las circunstancias más difíciles. Con frecuencia la literatura transforma los hechos reales y los idealiza, hasta convertir los bulos de guerra en hechos heroicos, para enseñarnos lecciones. Ojalá haya muchas novelas como esa y muchos más héroes como Ojo de Halcón, sin que importe demasiado que no estén basados en hechos reales.