Cuando despertó, el dinoseto todavía estaba allí. Había pensado que no volvería a verlo nunca, que se marcharía de forma discreta igual que los otros… el tiburón, la salamandra, el carpincho o el robot aspiradora… amores fugaces que olvidaba con la misma rapidez que se enganchaba de ellos. Sin embargo, el dinoseto había preferido quedarse. ¿Por qué? No estaba preparada para algo así.
Lo había conocido la noche anterior en el bar de Ham, el chimpancé astronauta, ese tugurio de sexo interespecies justo delante de la Ciudad de la Justicia. Un buen lugar para los funcionarios que desean algo más que un café a mediodía, y algo parecido a un hogar para ella después de haber dado tantas vueltas por la galaxia. Ham no era un mal tipo. Le daba encargos de gente a la que buscar y solo había que aguantar de vez en cuando la vieja historia de cómo había ganado una fortuna participando en el programa espacial de la NASA —«El primer homínido que salió de la Tierra, y de eso ya no se acuerda nadie, que la que se llevó la fama fue Laika, y ya ni los libros de Historia hablan de los demás animales de aquella absurda carrera espacial»—.
Respiró hondo. El dinoseto estaba haciendo café y tostadas. El olor le llegaba hasta el dormitorio, y también el ruido de los muebles que golpeaba con su cola. Debía de estar pasando apuros al tratar de moverse en una cocina pensada para humanos. Jo, pobre… Eso le hizo sonreír, pero no se levantó. ¿Qué significaba el desayuno? Nunca nunca desayunaba con nadie. Se había puesto esa norma desde hacía décadas, y a sus amantes no les había parecido mal. De hecho, había llegado a comprar una tostadora de una sola tostada, para que todos lo tuvieran claro y no hubiera discusiones. ¿Por qué ese era distinto? ¿Qué esperaba de ella? ¿Estaba haciendo las tostadas de una en una?
Con mucho trabajo, se incorporó en la cama. Vio un mar de tarjetas blancas caídas por el suelo. Eran sesiones de tiempo relativo que apenas recordaba haber usado durante la noche para doblar o triplicar los minutos, una verdadera fortuna en tiempo ilegal que sin duda debió merecer la pena. Lástima del licor de dragón que le enturbiaba los recuerdos. Habría sido genial acordarse de todo, si en algún momento había decidido gastarse tanto en aquel tipo. ¿Qué le había hecho para que le importara así? Nunca se había esforzado tanto en nadie. La barracuda le importó durante unos minutos y con el álamo negro llegó a emplear dos o tres tarjetas de ese tipo, pero nada como la montaña que ahora tenía a sus pies.
Hizo un esfuerzo de memoria y recordó que el dinoseto había perdido a su cría, el dinosetiño, por culpa de unos terroristas anti–Navidad, una banda de moteros conocidos como Los Grinch, que habían pretendido arruinar el encendido de las luces de Neo Vigo. La capitana había aceptado la misión y había peinado la ciudad hasta dar con la pista: lo tenían encerrado en el viejo túnel de Los Caños, por debajo del Casco Vello, que se había convertido en la guarida de los moradores de las tinieblas. Fue una negociación dura, pero ella siempre estaba preparada para todo.
Los morlocks solo querían llamar la atención y, a cambio de la liberación de la cría, aceptaron un único pago: unos melindres de Ribadavia, a los que no solían tener acceso en el subterráneo en el que vivían.
«¿Y va a aceptar que unos terroristas impongan sus condiciones?», le había preguntado el dinoseto.
«Ni usted ni todo un ejército podrían sacarlo de allí a tiros», respondió ella encogiéndose de hombros, «de modo que mejor traiga los melindres y no proteste más».
La historia se resolvió sin contratiempos y el dinoseto fue muy cariñoso durante el resto de la noche. Pero muy cariñoso. Lo que la capitana no habría pensado nunca era que siguiera allí al despuntar el día.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
La enorme mole escamosa dio un brinco al oírla y tiró al suelo la última de las tostadas, que ella recogió de malos modos. La cafetera pitó y una nube de café recién hecho le inundó la nariz y la boca.
—Oh… oh, hola… no sabía que ya te habías levantado.
—Se llama sigilo —respondió—. Me es muy útil para matar por sorpresa a quienes invaden mi cocina de mañana.
—Oh… no… no pretendía invadirte, pero… he hecho algo de desayuno. Se me ocurrió que tendrías hambre cuando te despertaras.
—¿Sabes que todo esto es mentira? —le dijo en un tono seco—. No es mi casa realmente. Estamos en una simulación tridimensional de realidad mixta que uso para quedar con gente, pero se anulará en cuanto salga por la puerta.
El dinoseto la miró extrañado.
—Pues el pan de molde es de verdad.
—Sí, eso es de verdad. A veces también como.
Sonrió con una boca gigantesca llena de dientes.
—Pues entonces tienes que alimentarte. El desayuno es la comida más importante del día. Yo se lo digo siempre al dinosetiño.
—Como… pero sola, gracias.
Bajó los hombros y la miró con una ceja levantada.
—Venga, vamos… Tienes que desayunar igual que cualquiera. Y ya sé que esto solo ha sido una noche loca y también se anulará en cuanto salgamos por la puerta, pero no tienes que ser borde por eso. No te estoy pidiendo nada extraño, solo que te sientes a la mesa y te comas las tostadas como una persona normal con un mínimo de responsabilidad afectiva. Que no vayamos a ser pareja no implica que me tengas que dar una patada en el culo, ¿estamos?
Se quedó paralizada. Respiró hondo y pensó qué podría contestar a eso.
—Y ahora, si no vas a decir nada mejor —añadió el dinoseto—, limítate a explicarme cómo quieres el café y lo tomaremos en paz. Y luego cada uno por su lado.
No pudo evitar sonreír, aunque intentara conservar el rictus de tipa dura, y finalmente ocupó una silla junto a la mesa de desayuno y, con una voz derrotada pero hambrienta, dijo:
—Con leche, por favor. Y haz otra tostada de esas, que huelen muy bien.