La Historia Antigua no tiene secretos para él: egipcios, romanos, cartagineses, griegos, macedonios o persas pasean por sus páginas con el realismo de las grandes pasiones. Venecianos en el siglo XIV, chinos en el III, italianos en las Guerras Mundiales o germanos en la caída del Imperio romano también son invitados ocasionales. Valerio Massimo Manfredi es el genio de la novela histórica —con permiso de los clásicos—, y ha logrado popularizar momentos apasionantes del pasado de la Humanidad, como las campañas de Alejandro Magno o la vida de los faraones egipcios. Arqueólogo, profesor universitario, colaborador en diversas revistas, autor de ensayos y sobre todo novelista, nació hace hoy 75 años en Módena, Italia, donde vive con su esposa y traductora.
Manfredi ha obtenido un éxito absoluto con sus obras a lo largo de 46 años de trabajo, primero con ensayos históricos y después con novelas, relatos, películas y documentales de televisión. Ha encabezado numerosas expediciones arqueológicas —en las que luego ha basado algunas novelas—, ha dado clase en La Sorbona, Chicago, Venecia y Milán, y sobre todo ha devuelto el protagonismo a la narración histórica, junto a otros autores modernos como Christian Jacq, Santiago Posteguillo o Matilde Asensi.
Eso planteaba una gran duda a la hora de escribir este artículo: ¿qué obra referenciar en un día como hoy? ¿Quizá las excelentes series «Alexandros» u «Odiseo»? ¿«El ejército perdido»? ¿«La última legión»?
La decisión final ha sido hablar sobre una obra que poca gente ha leído, una novelita de 2004 que algunos critican y que sin embargo presenta dos elementos poco comunes en la obra de este autor: su brevedad y el hecho de transcurrir en España. Ambos hechos, y algunos más, hacen de «El caballero invisible» una auténtica rareza.
«El caballero asomó de improviso de la niebla como un espectro. Llevaba un yelmo cónico con el nasal y la cota de malla. Ceñía la espada de doble empuñadura del lado derecho, un gran escudo blanco con una cruz roja estaba colgado del arzón del lado izquierdo y una capa de idénticos colores y la misma enseña de color sangre le caía de los hombros hasta cubrir el lomo de su corcel. El animal, un semental normando negro como la pez, resoplaba por los ollares la misma niebla que se deslizaba a ras del suelo por el fondo del valle entre los árboles chorreantes aún por la lluvia nocturna.
Me quedé mudo y aparte ante aquella súbita visión, mientras mi amo se volvió para mirar al recién llegado con mirada firme, nada asombrado por la aparición.
Un caballero templario».
Éste es el impresionante comienzo de «El caballero invisible»: en pleno siglo XII d.C., un templario con una delicada misión, fundamental para el cristianismo, se presenta ante el caballero Jean de Roquebrune y su criado —éste último será el narrador de la historia—. Ambos se dirigen hacia Roncesvalles, cuya batalla se cuenta aún entre los grandes caballeros como una terrible derrota sufrida por el emperador Carlomagno, por culpa por un ejército de unos cuatrocientos mil sarracenos que sorprendieron la retaguardia de los francos, en el año 778 d.C. El desenlace resultó funesto: numerosos caballeros francos cayeron abatidos por la trampa del enemigo, entre ellos el famoso Roldán, sobrino de Carlomagno. Se dice que Roldán hizo sonar su olifante para alertar a la comitiva del ataque que estaban sufriendo, y después se defendió con valor gracias a su mítica espada Durandarte. Sin embargo, nada de esto fue suficiente, dada la cobardía de sus enemigos —guiados por el propio Ganelón, padrastro del héroe—, que los sorprendieron en un estrecho pasaje y les arrojaron rocas desde las alturas. Roldán cayó abatido en esta batalla, antes de lo cual intentó deshacerse de su espada, con el fin de que no cayera en poder de los sarracenos. Algunos mitos afirman que intentó romperla golpeándola contra unas rocas —creando así la llamada «brecha de Roldán», un angosto pasaje en los Pirineos—, otros que la arrojó al lago de Carucedo, en León —una historia similar a la del rey Arturo, Excalibur y la Dama del Lago—. Posteriormente, el emperador Carlomagno capturó al traidor Ganelón, lo juzgó en público y lo condenó a ser descuartizado, con cada uno de sus miembros atado a un caballo.
Muchas son las leyendas que rodean a este personaje, la mayoría provenientes de «La canción de Roldán» («La Chanson de Roland»), poema épico escrito alrededor del año 1100 d.C., que toma algunos hechos históricos bastante menos impresionantes y los convierte en cruzada religiosa. Según parece, la realidad fue más simple: Carlos, rey de los francos —que no llegaría a ser el emperador Carlomagno hasta el año 800— y aliado de ciertos caudillos musulmanes, asedió la ciudad de Zaragoza y saqueó Pamplona, tras lo que intentó regresar a Francia. En su marcha, la retaguardia de la columna resultó atacada por montañeses vascos, deseosos de arreglar cuentas por lo de Pamplona, quienes diezmaron a las tropas francas y acabaron con la vida de Roldán.
Valerio Massimo Manfredi aborda sobradamente esta cuestión en «El caballero invisible» desde el punto de vista del fiel escudero, que se debate entre lo que ha aprendido sobre la leyenda y lo que descubre en su viaje por la Península Ibérica:
«En cierta ocasión oí una extraña maledicencia que circulaba por las posadas de Aigües Mortes: que no habían sido los moros quienes habían exterminado la retaguardia del rey Carlomagno en Roncesvalles, sino más bien los vascos con el único propósito de robar y saquear los carros con el botín y los pertrechos y que el pobre de Gano de Maganza había sido infamado en exceso, muy por encima de sus deméritos. Verdadero o falso, no hay gran diferencia: los felones y los hijos de puta existen también por desgracia entre las gentes cristianas, igual que entre los moros, con la sola diferencia de que nosotros tenemos la esperanza de la salvación gracias a la sangre derramada por Nuestro Señor Jesucristo, mientras que ellos están destinados tan solo a las llamas del infierno, herejes como son y seguidores de Mahoma, embajador del Anticristo.»
Manfredi haciendo amigos.
Pero esta breve novela muestra otros lugares y costumbres habituales del Medievo español: tabernas, hostales, iglesias, zonas arrasadas por batallas previas, un toro al que persigue una muchedumbre en Pamplona, un breve combate a espada en el puente sobre el río Salado —en Navarra—, Logroño, Burgos, un encontronazo en el río Caudiel y el convento de Sant Jordi, el puente sobre el río Órbigo, las murallas de Astorga, el Miño…
El caballero Jean de Roquebrune y su criado reciben en el primer capítulo la visita de un templario llamado Antonius Bloch, que les encarga una delicada misión, tremendamente valiosa para la Cristiandad: deben trasladar un objeto misterioso hasta las manos del arzobispo Esteban José de Ururoa, en una ciudad que el criado no llega a oír. Roquebrune acepta al momento e inicia una larga ruta por media Castilla, perseguido por sarracenos y cristianos, que buscan apropiarse del objeto en cuestión.
Manfredi muestra en pocas páginas la realidad de la Edad Media: la coexistencia entre diversos credos y procedencias, sin bandos claros, pues eso sería algo sólo definido en siglos posteriores. Aquí los taberneros hablan árabe y reciben a toda clase de huéspedes, igual que sabemos que Carlomagno era aliado del rey musulmán de Zaragoza. La existencia de dos bandos polarizados entre castellanos y otomanos —cristianos y musulmanes, respectivamente— fue algo propio de la Edad Moderna, mientras que, en la Iberia que refleja Manfredi, la vida era mucho más compleja, políglota y también apasionante.
La novela prosigue entre bromas históricas hasta un final sorprendente, ya que tanto la ciudad de llegada como la identidad del propio criado se mantienen ocultas hasta el último capítulo, y demuestran que Manfredi también tiene su sentido del humor, y que desde el principio se planteó esta novela como un juego con sus lectores y un homenaje a la complejidad de la Edad Media —que tan pocas veces ha visitado en sus obras— y al papel preponderante de Castilla en la futura guerra contra los musulmanes por todo el mundo.
Valerio Massimo Manfredi es un genio de la literatura y sobre todo un apasionado de la Historia, y logra transmitir ese amor incluso en las narraciones más cortas. Pocos autores son capaces de atrapar al lector y jugar con él a un juego trepidante, en sólo 92 páginas.