Este 25 de noviembre ha cumplido 70 años uno de los mayores literatos vivos en lengua española, un creador infatigable que ha roto las tradicionales fronteras de la página escrita y se ha metido en líos tan tremendos como la televisión, la radio, el cine, las redes sociales, los podcasts, las ficciones sonoras, los cuentos ilustrados, las páginas web o la edición de novelas. Celebramos su cumpleaños hablando de su mayor creación, una obra de metaliteratura que las próximas generaciones estudiarán en las escuelas.
«No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros».
A mitad de los años noventa, cuando ya había recorrido medio mundo y se había hecho famoso como escritor de thrillers y novelas históricas, Arturo Pérez–Reverte se dio cuenta de la escasa dedicación que mostraban los programas formativos escolares al Siglo de Oro, un período artístico, político y humano que había marcado de forma decisiva la historia de España, pero del que apenas se contaban más que unas pocas cuestiones relativas a las obras de Lope de Vega o Calderón de la Barca, las guerras de Flandes y poco más. El resto era desconocimiento. De modo que, como hacen los escritores comprometidos con la cultura de su país, se decidió a ponerle remedio en lugar de solo criticar. Habría sido fácil quedarse en el sillón de su casa y decir que la culpa era del Gobierno, pero él prefirió investigar personalmente el Siglo de Oro hasta en sus más íntimos detalles y en 1996 publicó, junto a su hija Carlota, El capitán Alatriste, el comienzo de una saga fundamental en la historia de la literatura española.
El planteamiento es simple: un viejo soldado llamado Íñigo Balboa cuenta los años que vivió junto a un veterano de las guerras de Flandes que actuaba como espadachín en el Madrid de los Austrias, un mercenario rudo y de moral laxa que había contemplado lo mejor y lo peor de su tiempo, pero siempre se había comprometido con la defensa de su patria, aunque a su patria no le importara lo más mínimo. Página a página y novela a novela, en una saga que ya cuenta con siete volúmenes y del que siguen pendientes dos más, Balboa muestra sin disimulo la verdadera naturaleza de su tiempo, con acciones grandiosas y vergüenzas terribles, con la hermandad de los compañeros de batalla y la deslealtad de su país, que obliga a los veteranos a malvivir cuando ya no son aptos para seguir atacando villas, cavando zanjas o asaltando galeras en el Mediterráneo. La miseria económica y moral es lo único que les depara el destino, generalmente a causa de funcionarios, políticos, vividores y religiosos, que esquilman las riquezas de la nación mientras sacan pecho de logros que no les corresponden. Balboa es testigo de la decadencia del Imperio español, cuando pocos años antes había sido la nación más rica y poderosa del mundo, y no teme en señalar a los culpables, tanto internos como externos. Viejo y socarrón, el veterano ya no teme a nada a la hora de hablar de ingleses, franceses, italianos y turcos, a la vez que ataca sin pudor a los muchos cortesanos que no dudaron en aprovecharse del valor de su pueblo y de la posición elevada que disfrutaba entonces la Corona para hacer su propia fortuna, mientras que a los valientes que se dejaban la piel en Flandes o en Berbería no les quedaba sino mugre, lástima y decepción.
Todas las novelas de la saga de Alatriste son brutalmente honestas con la realidad de su tiempo y nada ilustra mejor la historia de España que las divagaciones del narrador acerca de las desvergüenzas que le tocaron vivir. Balboa ama su patria y cree en la importancia de su vida de soldado, precisamente por eso le duele contemplar el final de hombres como el propio Alatriste, Sebastián Copons, Martín Saldaña y otros parecidos, frente al deshonor de personajes como Luis de Alquézar, fray Emilio Bocanegra o Gualterio Malatesta. El bien y el mal de las historias clásicas, pero con una formidable gama de grises que en el fondo no son tales. Alatriste y los suyos son los buenos, aunque amargados y empujados al borde de la sociedad, pero ni siquiera entonces olvidan conceptos tan cruciales como el valor, la lealtad, la entrega y el sacrificio, que siempre han sido su modo de vida.
Pérez–Reverte lleva a cabo en El capitán Alatriste un homenaje sentido a Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas; a Vida, nacimiento, padres y crianza del capitán Alonso de Contreras, autobiografía de este soldado y corsario; y a los folletines de aventuras y espadachines de toda la vida, pero con su propia ironía de autor crudo y conocedor de las miserias humanas, que no duda en mostrar abiertamente, como ha hecho en toda su obra.
Una parte clave de esa honestidad es la metaliteratura, el juego de mezclar hechos y personajes reales con otros ficticios, hasta el punto de que sea imposible diferenciarlos. Quevedo, Lope, Velázquez o el propio Alonso de Contreras aparecen en estas páginas, que muestran los hechos más significativos de su época con una claridad asombrosa y con un sentido del humor impresionante. Íñigo Balboa afirma con rotundidad que Velázquez pintó La rendición de Breda entre 1634 y 1635 en base a lo que él le contó sobre ese hecho o que el motín de Birgu en Malta se inició por una riña de taberna con Alatriste y él mismo. ¿Y quién podría decir que no ocurrió de este modo? La realidad y la creación literaria se confunden en una historia que, al final, resulta más verosímil que muchas de las que nos han contado durante años.
El otro gran pilar de la honestidad de El capitán Alatriste es el lenguaje. Al tratarse de una narración en primera persona, las novelas utilizan el castellano antiguo y el habla propia de soldados, marinos, tabernarios y otros personajes de malvivir, nada de lo que solemos estar acostumbrados a leer en las creaciones del Siglo de Oro, aunque estas solían mostrar también a personajes comunes para ganarse el favor del público. Términos como vizcaína, pedrero, coselete, chuzo, sierpe, letuario, brujulero, quínola o mogataz son utilizados con frecuencia y, esta es otra gran virtud del autor, sin que el lector se pierda en ningún momento ni se sienta desubicado, sino integrado en la historia y plenamente consciente de lo que está ocurriendo. Pérez–Reverte es una autoridad en el uso de este lenguaje, como demostró en 2003 con El habla de un bravo del siglo XVII, su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que resulta un ejemplo de la maestría y conocimiento del autor además de un signo de profundo respeto hacia la lengua castellana.
Alatriste se convirtió desde su primera publicación en un fenómeno de masas, con ventas asombrosas, una versión en cine y otra en televisión, una más en cómic, un mapa ilustrado con la disposición de los hechos, un callejero interactivo del Madrid de los Austrias o incluso una ruta guiada por sus calles, en ocasiones teatralizada, donde se puede asistir a duelos entre espadachines embozados o conventos asaltados en plena noche. Alatriste es un símbolo y una clase de Historia, una visión mordaz y seria a un pasado mucho más complejo de lo que solemos creer.
Arturo Pérez–Reverte ha sido, en sus ya 70 años, periodista, corresponsal de guerra, editor, escritor y padrino de muchos proyectos culturales. Se ha implicado en asuntos tan apasionantes como la reedición de novelas de aventuras clásicas o la literatura infantil, y ha explorado las posibilidades de las nuevas tecnologías, como en el uso de las redes sociales y los podcasts. Hoy en día sigue en activo y publicando novelas, con un nivel de calidad que no ha bajado ni un ápice. Y en ningún momento ha perdido esa visión honesta del mundo, que puede detectar la nobleza de un individuo hasta en sus horas más bajas y reflejarlo en sus escritos, que solo se deben a la verdad.