Pocos autores pueden ser considerados padres de un género literario, más allá del éxito comercial en un momento o en otro. Sir Walter Scott con la novela histórica, Edgar Allan Poe con el relato policíaco o el escritor del que hablamos hoy con la fantasía heroica, y no muchos más. Se cumplen 114 años del nacimiento de Robert E. Howard y por eso aprovechamos este artículo para comentar el primer relato que este dedicó a un personaje fundamental en la historia de la literatura: Conan el cimmerio.
«Sabed, oh, príncipe, que entre los años en que los océanos se tragaron Atlantis y las resplandecientes ciudades, y los años del alzamiento de los hijos de Aryas, hubo una edad no soñada en la que brillantes reinos se esparcían por el mundo como mantos azules bajo las estrellas: Nemedia, Ofir, Brithunia, Hiperbórea, Zamora —con sus mujeres de cabellos oscuros y sus torres plagadas de arácnidos misterios—; Zingara y su caballería; Koth, que lindaba con las tierras de pastoreo de Shem; Estigia, con sus tumbas custodiadas por sombras; e Hirkania, cuyos jinetes vestían de acero, seda y oro. Pero el reino más orgulloso del mundo era Aquilonia, que reinaba suprema en el oeste.
Allí llegó Conan, el cimmerio, de pelo negro, ojos sombríos, espada en la mano; un ladrón, un saqueador, un asesino, de gigantescas melancolías y gigantesca felicidad, para pisar los enjoyados tronos de la Tierra con sus pies calzados con sandalias».
(Las crónicas nemedias).
En diciembre de 1932, la revista norteamericana Weird Tales publicó una historia que cambiaría su destino y, por extensión, daría pie a lo que hoy conocemos como fantasía heroica: «El fénix en la espada», del escritor estrella de la casa Robert E. Howard. Weird Tales llevaba desde 1923 popularizando los géneros de terror, fantasía y ciencia– ficción y con el tiempo llegaría a albergar a grandes figuras literarias como H. P. Lovecraft o Clark Ashton Smith. Howard había encontrado en esta revista el lugar perfecto para sus historias de aventuras. Ya en 1925 publicó allí mismo «Lanza y colmillo», un relato acerca de comunidades prehistóricas y una lucha a muerte entre ellas. En 1928 apareció «Sombras rojas», la primera narración del ciclo de Solomon Kane, un puritano inglés que recorría el mundo enfrentándose a brujos, fantasmas y maldiciones. En el año 29 lo hacían «El reino de las sombras» y «Los espejos de Tuzun Thune», que supusieron el debut de Kull de Atlantis, un bárbaro que tomaba por la fuerza el trono del imponente reino de Valusia y desde él se enfrentaba a una conjura de hombres serpiente. Pero sin duda la producción más importante de Howard, y la que marcaría el género desde entonces, sería «El fénix en la espada», el primer relato de un personaje inigualable: Conan el cimmerio.
«La habitación era amplia y vistosa, con ricos tapices sobre las paredes, mullidas alfombras sobre el suelo de marfil y un alto techo adornado con tallas de plata. Detrás de un escritorio de marfil incrustado en oro había un hombre de hombros anchos y piel bronceada, que no parecía estar en consonancia con aquel lujoso aposento. Pertenecía más bien al sol y a los vientos de la montaña. Hasta el menor movimiento revelaba unos músculos de acero y una mente aguda, así como la coordinación propia del hombre nacido para el combate. No había nada pausado ni moderado en sus acciones. O estaba completamente quieto —inmóvil como una estatua de bronce— o en continuo movimiento, pero no con las sacudidas espasmódicas de unos nervios en tensión, sino con la rapidez de un felino que nublaba la vista de quien intentara seguir sus movimientos».
Así es Conan, nacido en las duras montañas de Cimmeria y emigrado hacia el sur a la edad de quince años, después de haberse criado en las hogueras, las cacerías y en el asalto al fuerte de Venarium, donde los cimmerios arrasaron por completo a los aquilonios y desplazaron la frontera lejos de sus tierras. Conan es un bárbaro en el sentido en que hablan los despreciativos hombres de ciudad, pero defiende su propia ética salvaje, más pura y básica. Es un ser de frontera, un rastreador, un superviviente. Conocerá de primera mano las decadentes sociedades que se autoproclaman civilizadas, pero también los horrores que duermen por debajo de ellas, dioses primigenios que aguardan su momento para alimentarse de almas humanas, con el mismo desprecio con el que esos humanos miran a Conan. Las escalas de desprecio y valoración, que no han cambiado mucho a lo largo de eones. Finalmente Conan logrará un trono, por derecho de conquista, sobre el cadáver el cruel rey de Numedides de Aquilonia, y se coronará él mismo con sus manos. Pero ni siquiera entonces podrá hallar la paz un ser tan brutal como el cimmerio, criado para la acción, curtido en las guerras. Le aburren las gestiones de la corona y sueña con volver a montar un caballo y empuñar una espada, solo en las estepas de los reinos hiborios, defendiendo su vida a cada momento. Y a la vez su pueblo prepara un asalto al palacio, con el fin de arrancar la cabeza al que consideran un usurpador, en una terrible conspiración urdida con magia. Así es como empieza «El fénix en la espada», y su final es uno de los más duros, coherentes y apasionantes de la historia del género.
Robert E. Howard se había criado en Texas y había contemplado por sí mismo la vida de la frontera, el contacto con la naturaleza y, por contra, la decadencia de la sociedad occidental. Añoraba unos tiempos más sencillos, donde los hombres peleaban por sobrevivir y el destino se decidía con lanzas y colmillos. Cuentan que por las noches leía en alto sus escritos, para revisar la sonoridad de las palabras, con el fin de dotarlas de mayor fuerza. Se convirtió en un erudito en temas históricos, lo que demostró en algunas de sus narraciones que no presentaban elementos fantásticos, como «La sombra del buitre». También mantuvo una correspondencia fluida con H. P. Lovecraft y otros creadores, con los que intercambiaba ideas acerca de razas prehumanas y dioses cósmicos. Pero Howard siempre fue una persona solitaria, centrada en sus creaciones, con escasa vida social, únicamente apegado a su madre. En 1936 ella entró en coma, debido a la tuberculosis que padecía, y Howard no quiso verla morir: se sentó en su coche y se disparó con un revólver cuando solo tenía treinta años. Ambos fueron enterrados juntos unos días después.
Su carrera literaria fue breve, pero increíblemente prolífica. Centrada casi siempre en los relatos, abarcó cualquiera de los subgéneros que había en la época —piratas, boxeadores, romances, salvajes, terror, investigaciones policíacas, exploradores en Oriente o sociedades prehistóricas desconocidas—. También dejó muchos fragmentos de historias sin terminar, que sus albaceas versionarían a lo largo de décadas posteriores. Luego llegaron los comics, las películas, los videojuegos, las series de televisión, los pastiches y toda una industria de fantasía heroica que se ha apoyado en su obra tanto como en la de Tolkien.
La literatura no habría sido la misma sin Robert E. Howard. Nos habríamos quedado sin los bárbaros de conciencia noble, de corazón valiente y espada ágil, siempre dispuestos a defender una causa justa y cortarle la cabeza a un dios serpiente. Y sobre todo, dispuestos a entretenernos década tras década, para que por un rato olvidemos el tedio de nuestras vidas y soñemos con ciudades brillantes de la Era Hiboria. ¿Puede haber una misión más elevada y más honorable para la literatura?