Varios acontecimientos darían lugar a un nuevo cambio de era: el Descubrimiento de América por parte de las Coronas de Castilla y Aragón (1492), la toma de Constantinopla por parte del Imperio otomano (1453) y también la publicación de la Biblia de Gutenberg, de la que pocas veces se habla en estas cuestiones. Era la época del Renacimiento, de la filosofía, de los viajes de descubrimiento y los cambios sociales. Las grandes ciudades se volvieron políglotas, multiculturales y cada vez más complejas, sobre todo los principales puertos del mundo.
De esto es de lo que nos habla Bartolomé Bennassar en «El galeote de Argel. Vida y hechos de Mustafá de Six–Fours», una novela sobre la vida en el Mediterráneo de la Edad Moderna, no sobre los imperios ni los soldados, sino sobre la gente de a pie: su economía, su lucha por la libertad y lo imprevisible de su destino.
«A sabiendas de que la muerte es cosa natural y que mi cuerpo pronto regresará a la tierra en cuyo seno fue formado, encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la creó y la redimió con su preciosísima sangre. Moriré en la santísima religión romana y católica, firme en mi fe, perdonados los grandes y horribles pecados que cometí, pues los inquisidores del Santo Oficio de la ciudad de Mallorca tuvieron a bien absolverme en el año de gracia de mil seiscientos siete, cuando me presenté ante ellos sin haber sido llamado, por libre voluntad, y confesé espontáneamente».
Así comienza este libro, que narra la vida de François Cocardon, natural de la localidad francesa de Six–Fours, y que más tarde sería conocido como Mustafá, durante el tiempo en que asoló el Mediterráneo como corsario berberisco. Abordajes, comercio y esclavismo fueron su vida, primero como católico y luego como musulmán, para acabar siendo católico de nuevo. En 1628, encontrándose al borde de la muerte, el propio François cuenta su existencia, en un texto que el autor afirma reproducir sin más, titulado «Relación de los viajes, cautiverios, evasiones y tribulaciones del caballero François Cocardon, alias Mustafá de Six–Fours, desde sus catorce años de edad hasta los sesenta y cuatro, por las tres partes del mundo, a saber en los estados del Gran Señor, en los reinos de Argel, Túnez, Trípoli, Fez y Marruecos, en las islas del Mediterráneo y en las principales provincias de Europa».
Y con esta excusa argumental el profesor Bartolomé Bennassar retrata de manera honesta las sociedades de la primera Edad Moderna, cuando las religiones, lenguas, orígenes y monedas se mezclaban a uno y otro lado del Mediterráneo.
En una Francia asolada por el enfrentamiento entre católicos y protestantes —denominados peyorativamente hugonotes—, el joven François creció en la pequeña localidad de Six–Fours, protegida por una fortaleza de los ataques de los piratas. En aquella época, las villas no se encontraban directamente junto al mar, sino tierra adentro, para evitar que fueran vulnerables, igual que se construían torres de vigilancia y fuertes donde apostar hombres armados. Los pequeños barcos mercantes también resultaban frecuentemente atacados por navíos ligeros de diversa procedencia: berberiscos, castellanos o incluso de entre los caballeros de Malta. Pues a la hora de despojar a los demás de sus propiedades y su libertad, para luego vender todo en los mercados de esclavos, nunca hubo muchos miramientos sobre el país de origen. Al mismo tiempo, el padre del protagonista se dedicaba a navegar por el Mediterráneo con una pequeña tartana —una embarcación de un solo palo y vela latina—, protegida únicamente con una bombarda —un cañón de reducido tamaño—. Así, compraba coral en Berbería y lo vendía en Egipto, para allí comprar pimienta y otras especias y venderlas en Europa, comenzando de nuevo el ciclo. También transportaba trigo de Les Martigues a Génova, grano de Narbona a Mallorca, y otros envíos como azúcar o aceite de oliva a diversos puertos. Buenos negocios que ponían en comunicación a las principales potencias europeas con las rutas de comercio del Lejano Oriente o del Nuevo Mundo. Y François pronto sería el heredero de tal empresa.
Pero estos planes quedaron en nada por la intervención de piratas berberiscos, que secuestraron su embarcación y lo convirtieron en esclavo.
Por aquel entonces existía un acuerdo entre Francia y el Imperio otomano, que habían firmado el rey Francisco I y el sultán Solimán el Magnífico, por el que se comprometían a respetar a sus mutuos ciudadanos y aliarse en contra de la Corona de España. Pero nadie le contó eso a François, que enseguida llegó a Argel y fue vendido en el mercado de esclavos, primero a un tendero veneciano que había renegado de su fe —y que lo acusó injustamente de robo—, después a un notable de Fez —que se vio implicado, sin remedio, en la guerra contra el rey Sebastián de Portugal, que derivó en la funesta batalla de Alcazarquivir—, y luego a Sinan Rais —corsario, que lo convirtió en remero, de ahí el título—.
En toda esta narración, la prosa directa de Bennassar expone, como en una clase, la vida diaria en Argel, una de las ciudades más importantes de la época:
«Apenas habíamos desembarcado cuando el rais de la escuadra fue a dar cuenta al bajá del botín en mercancías y en cristianos. Antes de tomar nuestra nave, ya habían capturado una polacra mallorquina y un patache genovés, y las cuatro galeotas traían unos veinte esclavos, piezas de tela, especias, aceite, almendras, sal y otras mercancías. Es sabido que el bajá se queda con un esclavo de cada ocho y con una parte del botín. Esta vez escogió un niño italiano y un carpintero mallorquín. Yo aún no sabía que era con mucho preferible no ir a parar a casa del bajá, pero me lo dijeron al día siguiente en el Batistan, a donde fuimos conducidos para ser vendidos».
Bartolomé Bennassar es miembro de la Real Academia de la Historia, fue catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Toulouse hasta 1990, profesor visitante en Oxford unos años antes, y fue condecorado en 1987 con la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, uno de los mayores méritos que existen en educación, ciencia, cultura, docencia o investigación.
Pero además es un novelista ágil, inteligente y capaz de crear una conexión inmediata con sus lectores. «El galeote de Argel» es una novela amable que produce un verdadero disfrute, una de esas historias de aventuras clásicas que demuestran lo precioso que es leer. No indaga tanto en el conflicto entre cristianos y musulmanes, ni en las torturas que ambos bandos empleaban, como sí aparecen en «Bucanero» y «Corsario», de Tim Severin; o en «Las panteras de Argel» y «El capitán Tormenta», de Emilio Salgari. Bennassar se centra en la convivencia, en la cultura compartida, en la lengua franca de los marinos, en los rescates económicos negociados por monjes, en el amor más allá de las creencias y en aquéllos que abjuraban de su fe porque no les quedaba más remedio, circuncisión incluida.
Y eso en medio de espectaculares batallas navales, conspiraciones y engaños, como no podía ser menos entre piratas.
E incluso al final del libro aparece un glosario de términos históricos poco conocidos hoy en día, como bajá, bogavante —no el marisco, sino el remero—, galeota, Mar Tenebroso, marabuto o patache. Así da gusto aprender Historia, y no memorizando la lista de los reyes godos.
«En Argel, Morat y sus socios nos invitaron a fiestas en sus casas para celebrar el éxito de la empresa, y comimos abundante cordero, excelente cuscús, arroz, higos, uvas y dátiles, borsa e incluso vino. Y yo, corrompido por el ansia de riquezas, me enrolé con Morat para ir con él a la costa de España. El rais prometía un botín aún más rico que el de las Islas Afortunadas, porque en el reino de Valencia, a donde quería llevarnos, había intercambiado mensajes con unos moriscos en quienes confiaba, a quienes los cristianos hacían mil violencias, maldades y persecuciones, y ellos querían vengarse de estos atropellos, y aquellos moriscos nos conducirían hasta las buenas ciudades de cristianos, donde encontraríamos tesoros, y en la costa cogeríamos muchos esclavos y todos nos haríamos ricos».
El día a día de la vida en la Edad Moderna.