«Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando papá lobo despertó de su sueño diurno, rascóse, bostezó y estiró las patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas sentía aún. Mamá loba estaba echada, caído el grande hocico de color gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.
—¡Augr! —dijo el lobo padre—. Ya es hora de volver a cazar».
Así comienza «El libro de la selva», un compendio de cuentos acerca de la vida de los animales en la jungla, con la excusa narrativa de la llegada de un niño humano, al que llaman Mowgli («la rana»). Cada año en la India desaparecía una gran cantidad de niños por culpa del ataque de tigres salvajes. Esa noticia real sirvió a Kipling para plantear una fábula entre animales con sólidos principios éticos y un cachorro humano que tiene que descubrir su camino. Mowgli pertenece a ambos mundos: por un lado forma parte de la manada de lobos, guiado por el sabio oso Balú y la sobria pantera Bagheera; por otro es humano y tenderá a encontrar un poblado en el que integrarse. Y en ambos escenarios, el niño se enfrenta al mismo enemigo: Shere Khan, el tigre por cuyo ataque se unió a la manada y que lo perseguirá a donde sea necesario, hasta que solo uno de los dos quede con vida. Es la lucha del hombre contra la bestia, del honor frente al asesino. El tigre, que en la India personifica la valentía, adquiere en esta novela un componente de cazador implacable, dispuesto a perseguir al niño que ha puesto en duda su valor.
Kipling, célebre también por su capacidad poética, llenó «El libro de la selva» de estrofas que pasarían a la posteridad, como el conocido «¡Al tigre! ¡Al tigre»:
«¿Cómo fue la caza, fiero cazador?
Muy largo el acecho, y el frío era atroz.
¿Dónde está la pieza que fuiste a matar?
En la selva, hermano, pienso que estará.
¿Dónde está tu orgullo, dónde tu poder?
Por la herida huyeron ambos a la vez.
¿Por qué así corriendo vienes hacia mí?
¡Ay, hermano! Corro a casa… a morir».
Joseph Rudyard Kipling había nacido en Bombay, India, donde estaba destinado su padre, un oficial del Ejército británico. Pero Kipling tuvo la fortuna de recorrer medio mundo y conocer culturas muy variadas. Estuvo en contacto con Arthur Conan Doyle y Mark Twain, mantuvo una relación estrecha con la élite artística de su tiempo, supo prever el final de los grandes imperios y lo inminente de la Primera Guerra Mundial, y aunque muchas veces fue criticado por una supuesta apología del colonialismo británico, lo cierto es que supo respetar a otros pueblos, aprender de ellos y representarlos con justicia en sus novelas. Gran parte de lo que sabían los ciudadanos del Imperio acerca de sus colonias se lo debían a Kipling, no solo por sus conocimientos de primera mano, sino por la sensibilidad que demostraba hacia los demás.
Esa sensibilidad la aprendió, en gran medida, de sus padres. El oficial John Lockwood Kipling y su esposa Alice se llevaron consigo a su hijo a Lahore, Pakistán, donde él empezó a colaborar en un periódico, después de aquello se hizo corresponsal y nació el mito.
Ellos se habían conocido en 1863 en las proximidades del lago Rudyard, en Staffordshire, Inglaterra. Y tan bonito fue su amor que quisieron grabar para siempre aquellos momentos en su memoria poniéndole a su hijo el nombre del lugar que los había unido. Poco podían imaginar que el destino de Rudyard Kipling iba a ser conocer el mundo entero, plasmarlo en sus libros y ofrecérselo a la posteridad.