Hubo un día en que el bosque se comió la ciudad. No fue en un solo día, por supuesto, sino a través de décadas de cambio climático, deforestación, vertidos ilegales, contaminación del aire y otras formas de daño a la naturaleza. Pero lo que nadie pensó fue que la naturaleza suele recordar las cuentas pendientes y las paga cuando no te lo esperas. Su respuesta incluyó la falta de oxígeno, porque ya no había árboles que hicieran fotosíntesis. También las inundaciones, porque no quedaban masas boscosas que detuvieran el agua y esta fluía por encima de los pueblos, las villas y las carreteras. Luego llegó la sequía, cuando las grandes nubes tóxicas abrasaron el aire y las lluvias, escasas y pobres, derramaban ácido sobre la población.
Todo esto hizo que los humanos escasearan. La tierra se había vuelto estéril y no podían cultivar más que en los grandes barrios invernadero de los suburbios. La agricultura y el pastoreo quedaron en manos de droides muy avanzados y a las personas no les resultó fácil adaptarse. Emigraron, o perdieron la pelea y se extinguieron para siempre. Y tampoco nadie los lloró mucho tiempo, porque la vida se había vuelto dura a causa del egoísmo de las grandes empresas, que solo veían la naturaleza como una fuente de beneficios económicos. Y pronto no hubo beneficio posible en un páramo semiderruido donde una vez existió una ciudad, pero donde ya no quedaba nadie para recordarlo.
El siguiente paso no tardó mucho en producirse: cuando los humanos se marcharon de allí, otro vinieron a colonizar el sitio. Empezaron los lagartos, que venían del río espeso y negro que atravesaba la urbe. De estos se alimentaron unos lagartos más grandes, y pronto el territorio estuvo lleno de jabalíes, corzos y halcones.
En las antiguas oficinas de un piso treinta y seis crecieron robles de tronco radiactivo. Del suelo de una vieja plaza porticada nació un mar de castaños que emanaban luces de colores cambiantes, pero solo se veían en la oscuridad. Las estatuas fueron sepultadas por enredaderas, las ramas de unos formidables cipreses trataban de huir de la oscuridad de un parking público y algunos olivos se adueñaron de lo que antes había sido una iglesia.
Los animales no se quedaron atrás. Conquistaron el río y, debido a las inundaciones, se mudaron a las torres de apartamentos, a los hornos de pan y las tiendas de moda. Había salmones en una librería, truchas en las mesas de las terrazas, anguilas entre los hornos de los bollos preñaos y otros especímenes.
Tuvimos que adaptarnos. La humanidad se caracteriza por su habilidad para adaptarse a cualquier situación, por terrible que nos parezca a primera vista. Hubo que actuar con dureza, pelear por el territorio y volver a conquistar bloque a bloque, calle a calle, parques, plazas y hasta el camino de la playa fluvial. Los lobos no estaban de acuerdo en cedernos terreno y los osos tampoco fueron muy dialogantes, así que hizo falta explicárselo de otra manera. Lo necesario para sobrevivir, aunque fuese avanzando a codazos. Y de esta manera, con el edificio del Concello como último refugio de esta nueva humanidad, conseguimos ser felices con poco. Vivos y juntos, aunque siempre en guerra con los otros depredadores, que están deseosos de echarnos de aquí.
Mi hijo es distinto. Él es el primero de una nueva generación que ya ha nacido después del desastre. No siente odio, ni miedo, ni tampoco nostalgia por otra forma de vida. Para él, esta es la sociedad como debe existir y no se plantea otra cosa, vive para disfrutar cada día, siente el mundo como suyo y no para de reír ni un momento. Ríe cuando se balancea de la rama de un árbol que crece en lo más alto de un rascacielos, y no teme a las gaviotas asesinas, los gorriones salvajes o los halcones de pico envenenado. Ríe cuando se baña en las aguas lodosas del río y no le dan miedo las serpientes de cabeza gigante, a las que caza por diversión. Es ágil, fuerte y duro, y creo que en realidad tiene alma de simio, por eso lo conocen como el niño mono.
Y en este lugar salvaje y temible, él es feliz, y al darme cuenta creo que todo lo que ha ocurrido merece la pena. Al final todo ha salido bien, aunque parecía imposible, y algún día el niño mono reinará sobre el mundo y este será un lugar maravilloso. O por lo menos se hará un poquito menos oscuro, solo con oírlo reír.