Londinense, abogado por la Universidad de Cambridge, ejerció su profesión durante años mientras escribía sus primeras obras, pero fue el enorme éxito en 1894 de «El prisionero de Zenda» lo que le decidió a entregarse por completo a la noble profesión literaria. Esta novela atravesó el mundo entero y sentó las bases de lo que se considera el género de aventuras, al cual entregó treinta y dos obras. Robert Louis Stevenson, H. Rider Haggard, Jules Verne, Rudyard Kipling, Emilio Salgari y Anthony Hope son, sin duda, los grandes patriarcas de la época clásica.
«—Me pregunto cuándo harás algo de una vez, Rudolf —dijo la mujer de mi hermano.
—Mi querida Rose —respondí, dejando sobre el plato la cucharilla con la que acababa de abrir mi huevo—, ¿por qué habría de hacer nada? Estoy bien situado. Las rentas de que disfruto bastan casi a mis necesidades (como sabes, las rentas nunca cubren del todo las necesidades) y me hallo en una posición social envidiable: soy hermano de lord Burlesdon y cuñado de su condesa, esa dama encantadora. ¿No he de sentirme satisfecho?».
Así es como, con unas pocas frases de autocomplacencia, se define al comienzo de la novela Rudolf Rassendyll, su protagonista, un joven inglés de buena familia, ocioso y sin interés por dedicarse a nada, lo cual provoca las iras de su cuñada y su hermano. Pero ninguno de los tres se imagina la tremenda aventura en la que se va a ver metido Rudolf, mitad por su propio espíritu valeroso y leal, y mitad por un antiguo secreto que guardan en la familia. «Las buenas familias acostumbran a ser peores que las demás», le suelta Rose, y tiene mucha razón, pues Rudolf muestra el característico pelo rojo y nariz puntiaguda que aparecen en un miembro de cada generación de los Rasendyll, desde que, «en el año 1733, visitó la Corte inglesa cierto príncipe que posteriormente pasaría a la historia como Rudolf III de Ruritania. El príncipe era un joven alto y apuesto, marcado (…) por una nariz desacostumbradamente larga, recta y afilada, y por una abundante mata de cabello rojo oscuro: la nariz y el cabello que, de hecho, han caracterizado a los Elphberg desde el pasado más remoto. Pasó varios meses en Inglaterra, donde fue recibido con la máxima consideración, pero hubo de abandonarla casi de puntillas, porque se batió en duelo con un noble, muy conocido en la alta sociedad de la época no sólo por sus propios méritos, sino también por haber desposado a una mujer de gran belleza, que infligió al príncipe Rudolf una herida grave en el duelo (…). Ésta, al cabo de unos meses, puso en el mundo un heredero del título y las posesiones de la familia Burlesdon (…). El visitante de la galería de retratos de Burlesdon comprobará que, de los cincuenta aproximadamente que corresponden a los últimos ciento cincuenta años, cinco o seis tienen narices largas, rectas y afiladas, y una espesa mata de color rojo caoba; son, además, de ojos azules, mientras que entre los Rassendyll lo habitual son los ojos oscuros».
Ésta es la justificación de toda la trama: Rudolf muestra un parecido formidable con el príncipe heredero de la nación centroeuropea de Ruritania, fruto de un antiguo desliz entre ambas familias, y eso va a dar pie a un clásico enredo de suplantación. Sin pretenderlo, el joven acabará por asumir el papel del príncipe durante la coronación y luego más allá, con el fin de salvar su corona del deshonor, la afrenta y la envidia del duque Michael el Negro, hermano y pretendiente al trono. «El mancillamiento de un linaje honorable es asunto delicado y no hay duda de que el parecido físico, tan comentado siempre, es tema predilecto del maledicente».
Rudolf pudo mostrar al principio poca intención de trabajar o, en definitiva, de dedicarse a cualquier labor productiva, pero, cuando contempla de cerca el atentado del duque Michael al príncipe Rudolf, su honor le obliga a implicarse. Con la ayuda del veterano coronel Sapt y el jovencito Fritz von Tarlenheim, Rudolf se convertirá en príncipe, recibirá la corona de Ruritania y procurará, al mismo tiempo, liberar al verdadero rey, retenido por su hermano en el castillo de Zenda. Pero ni siquiera esa aventura sale como ellos esperaban, pues en la capital, Strelsau, se encuentra la bellísima princesa Flavia, de quien Rudolf (el actor) cae perdidamente enamorado, mientras ella nota que ha habido unos extraños cambios en el comportamiento de su amado Rudolf (el príncipe). ¿Cómo terminará la historia? ¿Renunciará ese noble inglés a los intentos de liberar al rey cautivo, con el fin de conservar a la mujer que ama; o más bien tendrá que renunciar a ella para hacer honor a sus férreos valores?
El desenlace es uno de los mejores de la literatura. Duelos a espada, un asalto al castillo, intrigas palaciegas, persecuciones a caballo por el bosque, amor y odio, celos y mezquindad. Y como colofón, esa magnífica frase de Fritz von Tarlenheim, cuando se arrodilla, besa la mano de su rey y dice: «No siempre el cielo hace reyes a los hombres que lo merecen».
Arturo Pérez-Reverte es uno de los admiradores confesos de esta novela. De ella opinó que «hay jovencitos que no deberían hacerse mayores sin haber leído “El prisionero de Zenda”, y adultos que dejan de serlo, mágicamente, cuando vuelven a sus páginas». Es un libro, en sus propias palabras, «de los que, leído en el momento adecuado, como “El conde de Montecristo” o “La isla del tesoro”, hacen lectores para toda la vida».
Y no es extraño. «El prisionero de Zenda» tiene todos los elementos para ser recordado: un héroe anónimo y valeroso, dos villanos inigualables (el sibilino Michael el Negro y el audaz y guapísimo Rupert de Hentzau), dos mujeres enamoradas (la princesa Flavia y la trágica duquesa Antoinette de Mauban) y dos aliados fieles que seguirán en la lucha hasta el final (los invencibles Sapt y Fritz). Ruritania es el símbolo de una aventura soñada, de los amores y el valor irreductibles, en un período tan complejo como el cambio de siglo, cuando las viejas monarquías vivían más de un ayer laureado que de un mañana que se adivinaba turbio. Tal vez Rudolf V fuera el último monarca con nobles valores, y eso (deja entrever el texto) porque apenas era de sangre real más que en una pequeña parte. La novela no es ajena a la burla, dotando a la Corona de Ruritania de un glamour que el propio autor sabía que era ficticio, olvidado en tiempos perdidos. Por eso eligió para desarrollar su obra un país inventado.
Sir Anthony Hope logró un éxito inmediato con «El prisionero de Zenda», que intentó continuar en 1898 con «Rupert de Hentzau» (en la que varias cuentas pendientes del primer libro se deciden) y en 1896 con «El corazón de la princesa Osra» (serie de nueve relatos románticos situados en el siglo XVIII, que tratan acerca de la hija del príncipe Rudolf III, el mismo que tuvo aquel desliz con una dama británica). Pero lo cierto es que la historia de «El prisionero de Zenda» está perfectamente contenida en la novela original, y no hay nada que sea preciso añadir. Su prosa es tan ágil como la espada de su protagonista, y tan moderna como cualquier novela que aparezca en las librerías hoy mismo. El tiempo transcurrido no ha hecho más que inmortalizarla.
Remata Pérez-Reverte contando que «leí por primera vez “El prisionero de Zenda” a finales de los años cincuenta, en una edición popular de aventuras —aquellas leidísimas novelas de quiosco, en ediciones baratas de gran tirada, quizá la de Editorial Molino— que encontré casualmente en la biblioteca de una de mis abuelas. (…) Al día siguiente ya estaba jugando con mis amigos a duelos a vida o muerte junto al imaginario foso del castillo de Zenda, espada en mano, o me sentía galopar por los bosques ruritanos para salvar a mi primo el rey».
Yo la he terminado de leer estos días —otra de mis imperdonables cuentas pendientes, casi tanto como la de Rupert de Hentzau— y todavía no he ido a buscar la espada, pero todo se andará. Quién sabe si no tendré, también yo, un familiar perdido en una lejana familia real centroeuropea, y necesitará de mi acero para defender su honor y su Corona.