Por Diana Lois.
Emo era un robot con un brillo azul en sus ojos.
Un día, Emo descubrió un lugar llamado Vigo. Las fotografías mostraban árboles gigantes e
incluso una noria iluminada que giraba como un sol en la noche.
—¡Tengo que ir allí! —exclamó entusiasmado.
El doctor Lorenzo sonrió y dijo:
—Emo, viajar hasta Vigo no es fácil para un robot. Pero si estás decidido, puedo ajustarte
para que lleves suficiente energía.
Emo asintió. Unos días después, y con una batería mejorada, partió hacia Vigo en un dron.
Las luces eran impresionantes. Caminó por un túnel de estrellas maravillado por cómo las
luces parecían bailar.
Renos gigantes, muñecos de nieve y hasta un árbol de Navidad tan alto que parecía tocar las
nubes.
—¡Es increíble! —dijo mientras giraba.
Una niña llamada Icía se le acercó con curiosidad.
—¿Eres un robot? —preguntó ilusionada.
—¡Sí! Soy Emo. ¿Tú también amas las luces?
Icía asintió.
—¡Ven, te llevaré!
Emo siguió a Icía hasta delante del M.A.R.C.O donde estaban los renos. Las luces se
apagaron por un momento, dejando a todos en la penumbra. Emo sintió una mezcla de
emoción y nerviosismo.
De repente, el árbol se iluminó en un estallido de colores: verdes, dorados, rojos y blancos
que pintaron el cielo como un arcoíris. Emo quedó tan maravillado que su sistema emitió un
zumbido de sobrecarga. Sus ojos brillaban intensamente, reflejando las luces.
—Es lo más bonito que he visto en mi vida de robot.
Icía sonrió y le tomó la mano metálica.
—¿Sabes, Emo? Lo mágico de Vigo no son solo las luces, sino compartirlas con alguien.
Desde entonces, cada Navidad, Emo le enviaba un mensaje con hologramas de luces a Icía,
asegurándose de mantener viva esa chispa que había encontrado en Vigo.