«Los paseos por el parque Steglitz eran balsámicos.
Y las mañanas, tan dulces…
Parejas prematuras, parejas ancladas en el tiempo, parejas que aún no sabían que eran parejas, ancianos y ancianas con sus manos llenas de historias y sus arrugas llenas de pasado buscando los triángulos de sol, soldados engalanados de prestancia, criadas de impoluto uniforme, institutrices con niños y niñas pulcramente vestidos, matrimonios con sus hijos recién nacidos, matrimonios con sus sueños recién gastados, solteros y solteras de miradas esquivas, solteros y solteras de miradas procaces, guardias, jardineros, vendedores…
El parque Steglitz rezumaba vida en los albores del verano.
Un regalo.
Y Franz Kafka la absorbía, como una esponja, viajando con sus ojos, arrebatando energías con el alma, persiguiendo sonrisas entre los árboles. Él también era uno más entre tantos, solitario, con sus pasos perdidos bajo el manto de la mañana».
La historia real data de 1952, cuando se hicieron públicas en una revista francesa unas confesiones de Dora Diamant, la amante de Franz Kafka, acerca del año que pasaron juntos. Diamant era una judía polaca en la Alemania de entreguerras y su vida resultó terriblemente dura. Había estudiado Arte Dramático en Berlín, investigaba sobre la Torá, leía sobre las nuevas mujeres alemanas y quería encontrar un camino que reivindicara su condición femenina y su judaísmo convencido, en un mundo que soñaba nuevo y diferente, pero que resultó ser dolorosamente represivo. Diamant se escapó del control de un padre dominante y acabó en un balneario de Müritz, Alemania, colaborando como voluntaria en una colonia para niños judíos. Allí conoció a Franz Kafka, el autor de «La metamorfosis», «El proceso» o «En la colonia penitenciaria». A ambos les bastó con un vistazo para comprender que estaban hechos el uno para el otro y que no se querrían separar jamás. Enseguida se mudaron juntos a un piso en Berlín, donde ella reconoció que había sido inmensamente feliz, a pesar de la oposición de ambas familias, las complicaciones políticas —tras la derrota en la Gran Guerra, los alemanes culpaban de ese fracaso a judíos y comunistas, por lo que las persecuciones se volvieron corrientes—, las dificultades económicas —la inflación se disparó, lo que llevó al desarrollo de un mercado negro de elementos de primera necesidad— y sobre todo a los crecientes problemas de salud del escritor —Kafka padecía una tuberculosis desde 1917, que le había mantenido en cama durante largos períodos—.
Diamant y Kafka pasaron juntos un año maravilloso, sin poder casarse nunca pero compartiendo cada instante, cada alegría y cada dolor. En 1924, la tuberculosis avanzó de tal manera que tuvo que ingresar en diversos centros hospitalarios de Viena, sin que pudieran hacer nada por él. Kafka falleció en junio de ese año y lo enterraron en Praga.
Sin embargo, Diamant afirmó en diversas entrevistas que la última época del escritor fue particularmente intensa y que encontraba historias en cualquier elemento que los rodeara. Una de las más bellas fue la de la muñeca viajera. Contaba la activista que un día Kafka se encontró a una niña llorando en el parque Steglitz, en Berlín, porque había perdido su muñeca. Conmovido por el dolor profundo de ese llanto, el escritor intentó aportar una solución que resultó bastante imaginativa: se inventó en el momento que la muñeca en realidad no estaba perdida, sino que había iniciado un largo viaje por voluntad propia, y que él era el encargado de traerle a la niña las cartas que ella le escribía contando sus andanzas. Porque él era nada menos que un «cartero de muñecas».
Durante semanas, Kafka escribió una carta diaria bajo la personalidad de esa muñeca que hacía turismo por todo el planeta, con el único fin de que la niña no sintiera la frustración de la pérdida. A él cada vez le quedaba menos tiempo de vida, pero quiso dedicarle todo su esfuerzo a cada carta, a cada viaje imaginado, a mantener la ilusión infantil de una niña desconocida, cuya vida cambió.
Con el paso de los años, esta historia, narrada tan solo por Diamant y sin que exista ninguna prueba de su verosimilitud, ha sido recogida por diversos autores. Nadie encontró nunca a la protagonista, ni a la muñeca, ni las cartas de esas semanas tan especiales, pero hay historias tan grandiosas que traen consigo una magia propia y enamoran por sí mismas a otros muchos escritores, deseosos de participar en el encantamiento. En 2004, César Aira hizo una crónica al respecto para el diario «El País»; un año después aparecía en el mercado «Dora Diamant: el último amor de Franz Kafka», la apasionante biografía de una vida difícil, escrita por Kathi Diamant, y que igualmente hablaba sobre el misterio de la muñeca; Paul Auster también la recogió en su novela «Brooklyn Follies»; y el autor más genial de la literatura juvenil española no podía ser menos.
En 2007, Jordi Sierra i Fabra se quedó encandilado con aquella narración acerca de la inventiva del escritor para consolar a una niña y la aprovechó para crear su propia metáfora acerca del desencanto que supone crecer y, más difícil todavía, madurar. La muñeca es el símbolo de la inocencia perdida, del choque contra la dureza de la vida adulta y lo amargo que resulta que no exista un camino de retorno. La infancia se percibe como un momento idílico, dulce y demasiado breve, frente a un mundo cruel que no suele respetarla. Kafka, un hombre de cuarenta años pero envejecido con prisa y consciente de cómo el tiempo se puede escapar entre los dedos, intenta retener la ilusión de la niña y al mismo tiempo la suya propia. Su misión como cartero de muñecas es que la pequeña no sufra la primera decepción de su vida, lo cual termina convertido en un símbolo de la felicidad que él mismo está sintiendo junto a Dora y que no quiere que se acabe nunca. Pero lo hará al año siguiente, igual que la niña tendrá que crecer, inevitablemente. Pero ambos sucesos pueden ocurrir de un modo feliz o triste, y en eso es en lo que intervenimos las personas de alrededor.
Cualquier puede escuchar el llanto de una niña y pasar de largo, pero solo un Kafka se detendrá junto a ella y se nombrará a sí mismo cartero de muñecas. Sin la pretensión de cambiar el mundo entero, pero sí el mundo de esa persona concreta, igual que Dora cambió el suyo. Sierra i Fabra aportó algo que la historia original no tenía: un desenlace. Y en esa tarea tan compleja construyó un cuento sobre la forma en que el amor hace más dulce la crueldad de la vida. El amor de la niña y su muñeca —que deja de ser unidireccional y se vuelve recíproco, gracias a la magia de la literatura—; y el amor de Kafka y Dora —que ahora sabemos que fue intenso e hizo extraordinario ese único año que tuvieron—.
«Kafka y la muñeca viajera» es un libro corto que no se olvida nunca, es una delicia que trata sobre conservar «la capacidad de asombro», como decía Chesterton. Es un homenaje a la infancia, incluso a la que había en el interior de un escritor enfermo de muerte que vivía feliz junto a la mujer a la que más amó en su vida, durante ese año que fue más importante que siglos enteros.
No es de extrañar que el libro mereciera el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2007 y que sea uno de los más leídos, de los más solicitados en las bibliotecas y de los más comentados en los clubes de lectura. Y de esta manera esté cambiando la vida de mucha gente, como Kafka se la cambió a una niña a la que no conocía y Dora se la cambió a un hombre misterioso al que se encontró por casualidad en un balneario, un día cualquiera.