Después aparece El rapto de Europa, que claro, con la gracia de ir montada sobre un toro que hace las veces de Zeus, no tarda más de cinco minutos desde la playa de Samil.
El tercero siempre es el Monumento a Julio Verne, y menos mal, que como el gran escritor va montado sobre los tentáculos de un pulpo gigante, ya tienen la cena asegurada. La Farola de Urzaiz, que siempre fue muy protestona y señorial, le discutió un año a la cocinera que por qué tenían que cenar siempre pulpo, con la de cosas ricas que hay en la gastronomía gallega, y ella le contestó, con las manos en jarras, que cuando le llevaran algo que fuera comestible, lo cocinaría de mil amores, pero hasta entonces tocaba pulpo. Así que desde esa vez cada uno aporta algo que sea más o menos típico: el Monumento de los Aros Olímpicos trae unas rosquillas de las que venden junto al estadio de Balaídos; La Puerta del Atlántico, unas empanadillas de carne de Praza América; y el Herrero de la Praza da Industria, churrasco de un sitio muy bueno que conoce él, y donde ya lo tratan con cariño.
Así ellos ganan y el jefe no se quiebra la cabeza, que pensar un menú para más de veinte estatuas de piedra y contentar a todos, no es fácil de conseguir año tras año.
La mítica cena de Navidad de los monumentos de Vigo es una tradición con más de un siglo de existencia y ha conseguido establecerse pese a todo. Al principio eran muy pocos, sólo el Monumento a Méndez Núñez, el de Elduayen y cuatro más, pero el paso de las décadas, los alcaldes y los homenajes han hecho que, para este encuentro anual de obligado cumplimiento, ya no baste con el pequeño salón de los primeros tiempos, y ahora necesiten el restaurante entero. «El Olivo», que se llama el local —como no podía ser de otra forma—, al final de la rúa Gamboa, y que regenta desde siempre el cascarrabias Bernardo, un viejo militar jubilado de andar renqueante —dice que por heridas de guerra, no por la edad, que no hay años que le priven de saber desfilar— y su mujer, Josefa, una dulcísima señora de Santiago que, igual que Bernardo, lleva toda su vida en Vigo.
—Y sin embargo no somos de Vigo —les dice siempre el Monumento a Laxeiro—, y al final somos los que más hicimos por esta ciudad.
—¡Como os oiga Martín Códax, ya veréis! —responde casi todas las veces Bernardo—. ¡Que tanto él como el Sireno son más vigueses incluso que el Olivo!
Y la discusión se aplaca, al menos hasta que el vino haga su efecto durante la sobremesa.
El último en llegar cada año suele ser el Monumento a los galeones de Rande, queriendo pasar desapercibido y explicando que, por el hecho de estar formado por tres anclas enormes, se va quedando enganchado en todas partes, y así no hay forma de avanzar.
Entonces empieza el verdadero problema de todas las cenas, que es quién se sienta con quién. Las mesas no son muy grandes y los asientos están cotizados, sobre todo teniendo en cuenta que los monumentos suelen ser muy exclusivistas en sus amistades.
El pobre Bernardo ha tenido que ingeniárselas cada vez más, dada la multiplicación de estatuas y construcciones diversas en este último siglo, y siempre se atiene a tres reglas muy concretas:
1) Los monumentos dedicados a personas, se sientan juntos: Así Rosalía comparte mantel y discusiones literarias con Martín Códax y Curros Enríquez, y como además es un tipo de estatuas que suele creerse que ellos son los personajes auténticos a los que representan, uno empieza con eso de «Si mi desventura es tal, / de tu sol bajo el imperio, / ah!, Vigo, préstame leal / una choza en tu arenal / o un hoyo en tu cementerio», y la otra le contesta con un «Negra sombra» que entristece al más feliz, hasta que Méndez Núñez, fiestero como buen almirante, se cansa de llantinas y entona su «Más vale honra sin buques que buques sin honra» —que a ciertas horas de la noche hasta le sale a ritmo de muñeira—.
2) Los que tengan algo que ver con el mar, a la mesa junto a la pecera: En este grupo se incluyen los pescadores, las anclas, el Sireno, el Nadador del puerto, El rapto de Europa —por cercanía con la playa, que le queda al lado—, el Monumento al emigrante, la Puerta del Atlántico —por sintonía con el emigrante, que llevan siendo amigos desde que hay gallegos perdidos por todo el mundo—, los marineros muertos en el mar y Julio Verne —que por algo es el que pone los entrantes—.
3) Los raros, al fondo: Y aquí ya van mezclados los demás, lo que significa el Barco de Coia, el Corredor de Florida, los Caballos, el Monumento a la Mujer, el Herrero, los Aros Olímpicos y ese seto tan raro con forma de dinosaurio y su cría, que nadie sabe muy bien de qué hablar con ellos, pero por lo pronto asiento tienen.
Entonces es cuando Bernardo levanta su copa, mira uno por uno a sus invitados y sonríe, orgulloso de ser quien es y de estar donde está.
—Bienvenidos a mi casa un año más, amigos míos. Me siento muy honrado de que queráis compartir la cena de Navidad con mi mujer y conmigo. Nosotros, que no nacimos en Vigo pero descansamos en él, yo ourensano y ella compostelana, y de aquí ya no nos echa nadie. Aún recuerdo el desfile que montaron en el treinta y dos para llevar mis cenizas al cementerio de Pereiró, y no pude sentirme más honrado, porque es en esta ciudad donde he sido más feliz. Fue aquí mismo, en esta misma calle, donde me dispararon tres veces antes de derribar la Porta da Gamboa a machetazos y expulsar de Vigo a los invasores franceses, y fue a mí a quien nombraron gobernador por estas batallas. Podéis imaginar el orgullo que eso le supone a un militar como yo, y encima en su propia tierra.
—Pero no apareces en el Monumento a los héroes de la Reconquista —precisa el Sireno, siempre tan incisivo.
—Nunca quise honores de héroe, porque no fui más que un soldado peleando por su hogar. ¿Y qué sois vosotros, sino los espíritus que protegen esta ciudad, reunidos un año más en su lugar más emblemático? ¿Se puede ser más feliz de lo que soy yo? ¡A disfrutar de las fiestas! ¡Feliz Navidad!
Y el anfitrión cruza la sala y se abraza con la Farola, que es el otro gran símbolo de Vigo, arropados por los aplausos, los llantos de emoción y la lluvia de confeti de los invitados. Y ella, que incluso en un momento como éste no puede dejar de ser quien es, le susurra al oído:
—¿Pero otra vez pulpo, Bernardo? ¡Para Reyes te voy a regalar el libro del cocinero de la tele, a ver si aprendes!