Terenci Moix no fue solo un magnífico escritor y un experto en el Antiguo Egipto, sino también un enamorado del Nilo, de la imagen del sol reflejado en sus aguas, de los vergeles que se extienden por sus orillas y del efecto que ha producido a lo largo del tiempo en cuantos occidentales se han atrevido a conocerlo. Por eso, en el día que celebramos el nacimiento de Terenci Moix, hablaremos de uno de sus grandes homenajes al Nilo: «La herida de la esfinge».
«Mucho antes de existir la Eternidad existió el Nilo; mucho antes de la Creación, existieron las aguas del océano primordial y el aliento que selló el pacto entre los dioses y lo eterno. Así pudo la vida conocerse a sí misma. Pero solo cuando la mezzosoprano valenciana me abrió la bragueta, las divinidades primordiales conocieron los verdaderos alcances del escándalo. En cuanto a mí, puedo decir que siempre consideré violento abofetear a una dama, máxime cuando, en el instante del vergonzoso asalto, mi alma hallábase transportada por irresistibles anhelos de espiritualidad».
Terenci Moix gustaba de provocar con sus obras, de mostrar lo más glamouroso y ruin del género humano, que lo uno suele acompañar a lo otro. Conocía la alta y la baja sociedad, conocía los países y su historia, y sobre todo conocía la manera en que la moral se doblega ante el poder del dinero. El mismo acto puede ser horroroso o divertido según la clase social de quien lo cometa. La orientación sexual puede ser motivo de desprecio o considerarse solo «algo pintoresco».
En 1991, el periódico La Vanguardia encargó a Terenci Moix la escritura de un serial que habría de ser publicado en el verano, y que luego se convirtió en este libro. Dominado por el espíritu del folletín, el autor decidió crear un estudiado homenaje al Romanticismo decimonónico, al orientalismo que dominaba el arte en aquella época, a la nostalgia, la melancolía, la ociosidad de la nobleza, el sentimiento de supremacía de los europeos, el colonialismo y la contemplación. Valores que desaparecieron casi por completo con la llegada del siglo XX, o por lo menos nunca volvieron a ser los mismos. El protagonista, Geoffrey Mortimer, es un joven baronet inglés castigado por el desamor, tras haber sido abandonado por su amante, el noble español Segundo de Montesillón, e ignorado por la prima de este, la hermosa Liberata, que en ese tiempo también había rechazado a una ordinaria cantante de ópera valenciana, conocida en los escenarios como Ifigenia La Chufe. Ambos, Geoffrey e Ifigenia, enamorados perdidamente de la caprichosa Liberata, ponen rumbo hacia el Nilo, pero por motivos diferentes: el primero desea enfrentarse a Maxine de Mogador, esposo engañado de su dama; mientras que la segunda tan solo busca que alguien escriba para ella una ópera de temática egipcia, a la altura de la existosa Aida, de Verdi. Ellos dos son las personificaciones más claras de su tiempo: un 1881 de escándalos entre familias nobiliarias, derroche de dinero, incesto y homosexualidad encubierta. Pero también de fascinación por los viejos imperios y de descubrimiento de momias egipcias encerradas en palacios cubiertos de arena. De acceso a la Eternidad, dibujada tres mil años antes en las paredes de unas tumbas reales.
El absurdo, tan habitual en el género del folletín, se mezcla aquí con las auténticas excavaciones egipcias y con unas descripciones exquisitas, que demuestran el amor de Terenci Moix por el Nilo.
«Había de todo, adaptado al uso de todas las curiosidades. Frondosos palmerales y, al fondo, los áridos perfiles de las colinas de la cordillera líbica; pero antes de alcanzar el límite amenazado por la soledad de los desiertos, todavía la mirada se entretenía admirando inmensos campos de maíz y caña de azúcar, tierras de asombrosa feracidad hendidas por numerosos canales en cuyos márgenes se ofrecían visiones tan singulares como las del propio río».
Terenci Moix amaba Egipto, pero también amaba la literatura y se comprometía con ella. Por esto último, a su muerte, su hermana Ana María instituyó los Premios Internacionales Terenci Moix, que durante años reconocieron la labor de visibilización de la literatura gay en España. Por lo primero, por su devoción absoluta por el país de las pirámides, parte de sus cenizas fue arrojada junto al faro de Alejandría, para que también su espíritu descansara en Egipto, junto a los faraones de los que tanto escribió y junto al río, eterno y misterioso, por el que sintió exactamente la misma fascinación que ese joven baronet, cosmopolita y aburrido, que nunca tuvo una vida auténtica hasta alcanzar el destino de su viaje.