«El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes».
Con la imagen de la desolación y el abandono, empieza London una de sus narraciones más brillantes, en la que retrata con certera crueldad lo bajo que pueden llegar los mortales en una situación de crisis. Era 1912, su socialismo convencido se demostraba en muchas de sus obras, ya se había presentado en dos ocasiones a las elecciones al Ayuntamiento de Oakland, y se entrevistaba con frecuencia con asociaciones de trabajadores para defender sus intereses. London provenía de un ambiente social muy bajo, nunca supo con rotundidad quién había sido su padre, y en cambio la literatura le hizo rico. Algunos de sus críticos afirmaron que London veía su oficio de escritor solo con un medio para ganar dinero, mientras que su verdadera preocupación era otra. Él había visto la realidad del mundo en sus conocidas aventuras por el mundo, y de ellas sacó inspiración para crear historias, como «La peste escarlata».
Hoy estamos habituados a las novelas y relatos acerca de virus incontenibles que terminan con la sociedad occidental, pero Jack London fue pionero en este género, que le sirvió para teorizar acerca de las desigualdades, el egoísmo, el machismo y la violencia en las situaciones más desesperadas. Y su manera de reflejarlo resulta dolorosamente actual.
«—Fue en el verano de 2013 cuando se declaró la peste escarlata…
Cara de Liebre expresó ruidosamente su alegría, batiendo palmas.
—Yo tenía veintisiete años. Unos telegramas…
Cara de Liebre frunció el entrecejo.
—¿Unos qué? —preguntó—. Ya vuelves a palabras que nadie entiende».
«La peste escarlata» plantea una situación creíble: en 2013 aparece una enfermedad rápidamente contagiosa que acaba con la mayor parte de la población del mundo. La sociedad occidental se desmorona, por culpa de la muerte, la sospecha y el miedo. Los medios de comunicación y de transporte desaparecen, y la única manera de sobrevivir es el aislamiento más extremo. Aquellos que logran protegerse de la enfermedad se convierten en los únicos supervivientes, reducidos a la barbarie. Solo los más fuertes pueden aprovechar los escasos recursos que quedan, y la mayoría se dedica a la guerra y la destrucción gratuita. Un antiguo profesor universitario, que una vez se llamó James Howard Smith, les cuenta a sus nietos cómo apareció la peste escarlata, mientras ellos buscan algo que comer en la playa de San Francisco por la que vagan. Aunque la explicación le resulta difícil, ya que han desaparecido conceptos como el dinero, la numeración, la ciencia e incluso el propio lenguaje, del que no quedan más que unas pocas palabras útiles. No existen la religiosidad, la abstracción teórica o el legado de futuro. La Humanidad de ese mundo futuro existe tan solo para el ahora: la comida, las pieles de animales con las que abrigarse y la manera de defenderse de las bestias, que se han vuelto muy abundantes y peligrosas. Y a pesar de todo, el profesor Smith sueña con un nuevo progreso, que él ya no verá.
«Llegará el día en que los hombres, menos absortos en las necesidades de su vida material, aprenderán de nuevo a leer. Entonces, si ningún accidente ha destruido mi gruta y su contenido, sabrán que el profesor James Howard Smith vivió en otro tiempo y salvó para ellos el legado espiritual de los Antiguos».
El relato es en ocasiones cruel, sobre todo con las mujeres, verdaderas víctimas del desastre social que provocó la peste escarlata. En ese mundo de bárbaros, las mujeres se han convertido en una posesión más del hombre. Ellas tienen que procurar el cuidado de sus parejas y sufren terribles agresiones para garantizar su obediencia. Los poblados son gobernados por los más fuertes, que ejercen la violencia de manera descontrolada sobre hombres, mujeres y niños, y estos últimos aprenden enseguida la lección de que deben ser brutales en el trato con los demás, si quieren sobrevivir en el mundo que les ha tocado. El abuelo cuenta a sus nietos los horrores que ha vivido durante la caída de la civilización, y ellos le contestan con esa misma violencia, porque es lo único que han aprendido.
Decían siempre en mi casa que «los niños aprenden de los padres mucho más de lo que los padres enseñan a sus hijos», y este es el ejemplo más evidente. Los humanos aprendemos por imitación, y una sociedad tiene que decidir qué quiere que aprendan sus descendientes.
La famosa peste escarlata que causa la pandemia en la novela de London es solo una excusa para exteriorizar los demonios más terribles que hay dentro de la Humanidad. Ni los campos ni los animales resultan dañados por la enfermedad, así que los supervivientes podrían haber reconstruido su sociedad solo con trabajar en igualdad de condiciones y tratarse como hermanos. Pero eso no ocurre.
Desde que se producen las primeras muertes, los no contagiados muestran su lado más cruel, y tan numerosas son las muertes por la enfermedad como por el egoísmo de los sanos, que no dudan en tomar las armas y arrasar las calles. Los más pobres se vengan de las desigualdades sociales, y los antiguos señores sufren humillaciones de toda clase, con la justificación de la plaga.
«La peste escarlata» fue escrita con anterioridad a las revoluciones sociales que siguieron a las dos Guerras Mundiales, por lo cual London no pudo conocer nada de eso. Nos queda la esperanza de que tal vez nuestra sociedad reaccionaría de otra forma a una crisis infecciosa como la que muestra. Porque, si hacemos caso a la novela, hemos construido una sociedad pretendidamente civilizada, pero con cimientos muy inestables.
Nota: durante la elaboración de este artículo, encontré en mi casa una edición de 1991, publicada por el periódico El Sol, que en aquel entonces acompañaba el diario de relatos breves de los autores clásicos. Curiosamente, la portada muestra la Estatua de la Libertad, cuando «La peste escarlata» transcurre en San Francisco y el narrador afirma en varias ocasiones que desconoce por completo lo que haya ocurrido en esos años en la Costa Este de los Estados Unidos. La imagen de la Estatua de la Libertad se asocia más bien a otra obra apocalíptica, una de Pierre Boulle publicada en 1963, en la que el holocausto se producía por un cierto tipo de simios muy inteligentes.