Las horas pasaron sin noticias del grupo. Los nervios se iban acumulando entre los guerreros y empezó a correr un siseo grave de expectación. La tribu olía a miedo e incertidumbre. Diente de Tiburón seguía en su puesto, inmóvil, contemplando la selva. Era consciente de que él debía haber estado entre esos valientes que envió a explorar la jungla y que seguramente los suyos no se lo perdonarían. Un patriarca debía ganarse el respeto de su pueblo con actos de nobleza, no solo con palabras, y ni la edad ni los gestos estaban de su parte. La tradición de los zerzura no era como la de los árabes o los turcos, entre los que un general se quedaba atrás dando órdenes mientras los soldados luchaban sus guerras. No, los nómadas eran un pueblo sencillo, de hombres fuertes y gente de honor, gobernados siempre por los más poderosos. Y tal vez Diente de Tiburón ya no era el más poderoso de su tribu.
Esos pensamientos se esfumaron cuando una figura salió de entre los árboles de la Selva sin Nombre, desató uno de los dromedarios y galopó hacia ellos con ansiedad. Era un hombre fornido, de melena suelta, sin turbante ni velo.
—¡Adelante! —gritó el patriarca, a la vez que él mismo azuzaba a su montura—. ¡Es Sotavento!
Veinte nómadas se lanzaron a la carrera con la mirada fija en aquella aparición. Avanzaron por la llanura que llevaba directamente al Rompeolas mientras gritaban a los animales para que se apresuraran. Golpeaban con las fustas y les apretaban con los talones, pero ya no era posible ir más deprisa después de la larga travesía. Tanto los dromedarios como ellos mismos estaban al borde del agotamiento, pero Diente de Tiburón no les permitiría descansar hasta que hubieran completado su tarea.
Por detrás del jinete, aparecieron, también del interior de la selva, unas formas indefinidas que se movían entre los árboles a una velocidad sobrehumana. Saltaban entre las ramas con la agilidad de los simios, pero a la vez perseguían su rastro como felinos. Se agarraban al suelo y a los gruesos troncos con garras enormes. Olisqueaban como depredadores ansiosos de matar. El patriarca se estremeció de pavor al verlos, porque esos eran exactamente los monstruos de los que le habían hablado de niño. Pero no se detuvo, más bien aceleró la marcha con el estandarte en alto y desenvainó su espada takouba.
—¡Rifles! —ordenó a los que lo acompañaban.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
- Uno
- Dos
- Tres
- Cuatro
- Cinco
- Seis
- Siete
- Ocho
- Nueve
- Diez
- Once
- Doce
- Trece
- Catorce
- Quince
- Dieciséis
- Diecisiete
- Dieciocho
- Diecinueve
- Veinte
- Veintiuno
- Veintidós
- Veintitrés