Al atardecer, la temperatura bajaba hasta volverse gélida. El sol se perdía en el horizonte, difuminado tras una bruma progresivamente rosácea. El mundo entero se volvía rosáceo también cuando la luz del crepúsculo se reflejaba en las desgastadas superficies de la llanura y luego en los ojos de los nómadas, en sus vasijas de barro cocido y en las hojas de hierro de sus legendarias espadas. El desierto parecía irreal en esos instantes, lo que aprovechaba la sibila para cantar sus historias en torno a la hoguera, con una voz más deliciosa que si proviniera de los mismos dioses. Los vasallos del Pueblo de la Marea encendían el fuego y preparaban infusión de flores de maat, y ella reunía a todas las castas para celebrar la fiesta de despedida del sol. Entonces recordaba las hazañas de los antepasados de los zerzura, con unas estrofas dulces que parecían envolverlos igual que la bruma, de manera que aquellas historias se introducían en sus sueños durante la noche.
—Vamos en busca del ser más terrible de la creación —les contaba—, a la que todos los panteones evitan, pues ella amontona las cabezas de los dioses a los pies de su trono. La serpiente del caos recorre el mundo a lomos del Zuaregi, la tormenta de arena, que puede arrasar imperios enteros sin esfuerzo. Solo la magia de los Reinos Negros pudo someterla hace siglos y desde entonces ha aguardado en su prisión, hasta estos días aciagos en que los ciclos del cosmos han permitido que vuelva a ser libre.
Los nómadas escuchaban embobados las hazañas de Jhebbal Sag, señor de los Navíos Blancos, que entregó su vida para combatir a Histah y pereció durante la guerra de la serpiente. Se deleitaban con la historia de la Llave del Infinito, el cuerno mágico con el que el gran rey podía llamar a las bestias y obligarlas a obedecer todas sus órdenes. Horas y horas transcurrían junto a la hoguera, con los ojos de los zerzura brillando de emoción como si todos fueran niños pequeños.
A continuación, la bruja saludaba la llegada de las estrellas, que en el desierto pueden contemplarse como en ningún otro lugar de la tierra. Ella no solo las podía ver, sino que las sentía en lo más profundo de su alma. Hablaba con los muzimos, los espíritus familiares que habían subido al cielo y ahora los cuidaban desde las alturas. Los nómadas creían que las almas nobles iban a parar al firmamento, mientras que las malvadas se convertían en espíritus del aire e intentaban enloquecer a los viajeros con sus silbidos.
Finalmente, la sibila le cantaba a Goro, la luna, que rige los ciclos del mundo. Los zerzura se debían a la luna desde tiempos ancestrales, pues solo en su presencia conseguían una tregua del sofocante calor del día. Ella decidía las cosechas, la llegada de la lluvia y el transcurrir de los meses. Hacia ella miraban las almas de los antepasados cada noche. Por eso los nómadas siempre daban la bienvenida a la luna y el Pueblo de la Marea en concreto más que ningún otro. Cantaban, jugaban y bailaban en torno al fuego, recitando poemas de muchas generaciones atrás.
Cuando la gran diosa llegaba a su cénit, la bruja daba por concluido el festejo y apagaba la hoguera, con lo que las familias se retiraban a sus tiendas. Después comprobaba que todo se mantuviera en orden, se despedía de los vigías —que patrullaban alrededor del campamento con sus espingardas, los tradicionales rifles del desierto— y luego ella también buscaba el descanso, no sin antes pasear frente a la tienda del patriarca y rezar por su futuro.
Siempre pedía por Diente de Tiburón antes de acostarse pues, entre todas las personas del mundo, era por la que guardaba mayor afecto en su corazón.