Tan solo la sibila permanecía en silencio. Avanzó sobre su modesto dromedario hasta situarse en la cabecera de la marcha, por delante incluso del patriarca, acompañada por Espuma de Mar, su aprendiz. Estaba inquieta, pero no quería que nadie se diera cuenta. Ella sabía que sus dioses no los protegerían más allá de la Tierra sin Sombra, pues el panteón al que adoraban los nómadas estaba formado por espíritus tan apegados a su tierra como ellos mismos. Atrás quedaban su historia, sus sueños y también los muzimos, los espíritus de sus antepasados. De modo que no contarían con ayuda de ninguna clase cuando se enfrentaran a los guardianes de la diosa. Tendrían que luchar contra aquellos que la apoyaran sin nada de su parte más que su valor, su entrega y el poder de sus armas. Tal vez ni siquiera pudieran contar con la magia en el infierno al que se dirigían.
—¡Adelante, hombres rojos de Deleh! —les gritó–. Debemos dirigirnos hacia el Rompeolas, el lugar donde acaba la Tierra sin Sombra y comienzan los Reinos Negros. Allí es donde, hace siglos, estaba el límite del mar de África y allí se encuentra ahora la serpiente del caos, erigiendo su nuevo imperio. ¿Estáis conmigo?
Los nómadas aullaron. Levantaron sus espadas y dejaron que la bruja los guiase sin preguntar cuántos de ellos regresarían de la aventura.
La sibila se acercó a Diente de Tiburón y puso en su mano un pergamino agrietado, amarillento por siglos de antigüedad.
—Te corresponde a ti liderarlos a todos —le dijo con voz firme—. Deberás usar esto: se llama el Mapa Perpetuo. En él están dibujadas todas las rutas del mundo para quien sepa interpretarlas.
El patriarca deshizo el nudo que cerraba el pergamino. El viejo papel crujió como si fuera a romperse. Ante sus ojos apareció dibujada en negro la gran espiral que conformaba el símbolo de Jhebbal Sag, el mismo que los zerzura grababan en la frente a sus hijos el día en que pasaban su prueba de madurez. Pero aquello no era un mapa, ¿cómo iba a encontrar una ruta en una espiral?
Ocurrió entonces que su mirada empezó a aclararse y las líneas cobraron un nuevo sentido, como si se movieran por sí solas. Como si empezaran a dibujar relieves, caminos y fronteras. Miró hacia el límite superior y adivinó el contorno del mar, con la ciudad de Baal Azur y las islas que gobernaban los piratas. Miró hacia abajo y encontró la selva más profunda, con grandes macizos montañosos, ríos de cauces abundantes, valles olvidados y reinos de una riqueza sin igual. Cualquiera de sus pensamientos se convertía en un trazo complejo y detallado de alguna región, no solo las que él conocía, sino también aquellas en las que no había estado nunca.
Observó aquella cosa con una expresión horrorizada, pero al mismo tiempo se sintió atraído por un poder semejante.
—¿Dónde… dónde has conseguido esto, mujer?
La sibila sonrió con la cabeza baja.
—Espero que valga la pena… Un antiguo dios de los Reinos Negros me entregó este objeto y aseguró que se trataba de un tesoro mágico… pero me prohibió utilizarlo por mí misma. Según dijo, debía entregárselo a alguien digno de convertirse en caudillo. ¿Serás capaz tú de asumir esa responsabilidad?
Diente de Tiburón asintió. Miró detenidamente el mapa y comprendió al instante por dónde debían ir. Tuvo la imagen completa en su cabeza: sendas, cauces resecos y muchos accidentes más.
Volvió a atarlo y lo guardó en su alforja.