Diente de Tiburón alargó las manos hacia la hoguera sin dejar de mirar a sus iguales. Aún faltaban horas para que empezara a hacer calor. El cielo estaba azul y limpio, mientras que los zerzura seguían rezando por que llegaran las nubes.
—No toleraré más insultos —dijo con frialdad—. Es la hora de que todos los hijos de esta tierra se unan por una causa común. Histah es nuestra enemiga, y Jhebbal Sag, nuestro caudillo. Nuestros mayores hablan del tiempo en que los zerzura éramos sirvientes del imperio de la Atlántida y solo el rey de los hombres habló por nosotros. Nos unió bajo su mando. Nos convirtió en un pueblo. Si ganamos la libertad, fue gracias a él: le debemos todo lo que somos.
—¿El desierto? —preguntó Piel de Leopardo, en tono de burla—. ¿Ese es su gran logro?
El patriarca lo miró con desprecio.
—Los hombres azules de la Atlántida se resistían a ceder ante nuestras exigencias. No querían perder sus privilegios, de modo que tuvimos que obtenerlos con sangre. Hubo una batalla. Nuestro caudillo perdió la vida por su culpa, pero ningún zerzura ha olvidado sus enseñanzas. Somos sus fieles y volveremos a tomar la senda de Jhebbal Sag. Pese a quien pese.
Piel de Leopardo respiró hondo y midió cada palabra, como si estuviera pisando sobre brasas encendidas.
—Mi gente no cree en vuestro rey de los hombres —contestó—, de modo que no nos uniremos a una guerra que no es nuestra. Solo deseamos la paz y la concordia.
Diente de Tiburón le dedicó una sonrisa amarga que quedó oculta bajo el velo.
—No esperaba otra cosa de ti. Nunca fuiste un auténtico zerzura.
Al oír eso, el negro se encogió, pero después apretó los dientes.
—Crecimos juntos, patriarca. Mi padre dio su vida por la tuya y tú mismo me otorgaste la libertad en honor a su sacrificio. ¿Es que esos lazos ya no cuentan?
Diente de Tiburón se puso en pie mientras se ajustaba el tahalí del que colgaba la espada, como gesto de desafío.
—Esos lazos se perdieron cuando tú y otros negros liberados decidisteis abjurar de nuestra fe y adoptar otra, que os venía mejor para obtener riquezas. En el Pueblo de la Marea nunca habrías llegado a ser patriarca, Piel de Leopardo, por eso formaste tu propia tribu, a la que he tolerado durante todos estos años, precisamente por defender esa paz y esa concordia de las que hablas.
Los zerzura lo observaron con ojos horrorizados. Varios de los nobles del Pueblo de la Sal hicieron amago de desenvainar las armas y saltar sobre él, pero su patriarca los detuvo con un gesto.
—Yo doy la orden de que nos pongamos en marcha —remató Diente de Tiburón—. Quien desee acompañarnos gozará de nuestra protección el día en que se desate la guerra. El resto morirá.
Esas últimas palabras las pronunció con tal indiferencia que el negro se estremeció. Era como si estuviera decretando el destino de una tribu de hormigas, no de hombres.
El patriarca se volvió y caminó sin detenerse hasta su propia cabaña.