Diente de Tiburón se quedó pálido. El poder que tenía en sus manos era incontestable. La Llave del Infinito podía poner bajo sus órdenes un ejército de almas en pena contra el que nadie se atrevería a luchar.
La Hermandad de las Arenas se deslizó hasta la atalaya con la suavidad de una nube, para nada como un batallón que acabara de destrozar a los seres más terribles que ellos habían contemplado nunca. Guardaron sus armas sin que una sola gota de sangre las hubiera manchado, igual que sus túnicas, que seguían siendo de un blanco espectral.
El patriarca empezó a llorar desconsoladamente. Aquella aparición era monstruosa, nadie debería gobernar un poder semejante, ni siquiera los hijos de Jhebbal Sag. ¿Qué sería del mundo si los hombres dominaran a los fantasmas y les obligaran a luchar sus propias guerras? ¿Y qué clase de brujería malsana había logrado algo como eso? Miró el objeto con repulsión y luego, a lo lejos, al Templo de la Calavera del que había salido.
Océano caminó entonces hasta él con la misma mirada rabiosa que tenía antes y se arrodilló con desgana ante la Llave del Infinito. Levantó la cabeza, pero no hacia Diente de Tiburón, sino en dirección a la sibila, y bajo su velo emitió una risa breve de satisfacción por lo que había hecho.
Ese fue el detalle que cerró el círculo. Todas las respuestas estaban en su cara, pero él no había sido capaz de verlas hasta entonces, y por su culpa todo su pueblo había sido entregado al horror. A pesar de sus esfuerzos por cuidarlos, todos ellos habían sido juguetes en una conspiración de dioses y brujas.
Una adivina proveniente de los Reinos Negros, igual que Histah, la diosa del caos, y que se vestía con pieles de serpiente. Una amenaza supuesta, de la que no tenían más pruebas que su palabra delante de un espejo ensangrentado. Una búsqueda contra la que le habían advertido los que sí eran sus hermanos de origen. Una reliquia de un poder monstruoso. Una maldición enterrada en el desierto y que él había liberado solo porque ella se lo dijo. Unos demonios que seguían al estandarte de la serpiente y mataban a quien les ordenasen.
El poder absoluto, con el que Histah tentaba siempre a los hombres, y unos hombres que eran tan estúpidos de caer en la tentación, según repetían las viejas canciones. Y aun así, él no se había dado cuenta de lo que ocurría.
El patriarca supo que ya era tarde para volverse atrás, porque quizá lo que habían liberado, precisamente, era a la misma enemiga a la que durante siglos habían jurado combatir: Histah, la serpiente del caos, que había permanecido encerrada en los Reinos Negros desde tiempos remotos.
—Diente de Tiburón… esto no ha terminado —gruñó Océano frente a él—. Todo acto de magia conlleva un precio y este es el momento en que debéis pagarnos. Con vuestra alma.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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