En la vida real, las historias nunca empiezan ni acaban. Siempre hay hechos anteriores a los que uno quiere contar que influyen en el presente y en el futuro, y luego las tramas se continúan durante largo tiempo, más allá de la vida de los protagonistas y de la de sus hijos. De modo que, para contar la macabra historia de Histah, la serpiente del caos y asesina de dioses, deberé empezar por un punto que sin duda será artificial, pero que determinó el motivo por el que una tribu de nómadas del desierto de Zerzura atravesó medio continente africano y encaró por sí sola el horror que surgió de la Selva sin Nombre.
Ocurrió durante el tiempo que los nómadas llamaron el Año sin Lluvias, y que las ancianas todavía recuerdan con dolor. Habían pasado ya las épocas gloriosas del sultán Merah el Grande y la sangrienta derrota del Pueblo de la Cascada, pero aún faltaban años para que el Imperio otomano invadiera aquella región a costa de tantas muertes.
Esta narración empezará entonces por el día en que el Pueblo de la Marea —que así se llamaba aquella tribu— decidió viajar hasta el confín último de su mundo, a lo largo del territorio que había gobernado durante generaciones. Lo hizo con sus dromedarios, sus palos de tamarindo con escenas grabadas, sus velos llamados tagelmust y sus espadas llamadas takouba. Más de cien hombres, mujeres, ancianos y niños cabalgaron en una larga fila a través del desierto más inhabitable del mundo: la ḥammāda o «Tierra Estéril». Ese era el nombre que le habían puesto los árabes a la infinita llanura pedregosa donde nada crece, donde no hay agua ni alimento y sus habitantes se convierten en leyenda. Aunque ellos preferían llamarlo Zerzura, que significa «la Tierra sin Sombra».
Aventurarse en aquel lugar implicaba la muerte más horrenda que pueda imaginar la mente humana, excepto para aquellos que habían tenido la desgracia de nacer allí. Ni siquiera los jinetes de Arabia, que se extendieron por el norte de África a partir de la caída del Imperio Romano, se habían atrevido a conquistar la ḥammāda, de modo que permaneció inalterada durante siglos. Sus habitantes tampoco habían conocido apenas a ningún otro pueblo más que durante la ġaziya o asalto a pequeñas aldeas de la región. Ellos eran los zerzura, los bandoleros, los nómadas sin patria, de piel tan roja como el suelo que pisaban y el viento que los acompañaba en sus viajes. No reconocían frontera alguna, ni más autoridad que la ley del desierto, que las ancianas transmitían en cada generación.
Así fue como el Pueblo de la Marea reconoció lo que significaba el Año sin Lluvias, pues lo leyó en el viento, la tierra y las vísceras de los animales.