De su costado pendía la espada takouba: larga, de hoja recta de doble filo y punta aguda, con incrustaciones de gemas en el mango. Y sobre los hombros lucía un manto adornado con el símbolo de su pueblo: una luna negra en cuarto menguante sobre un fondo tan rojo como la tierra de Deleh. Así representaban ellos la marea, pues era bien conocido en el desierto, desde épocas remotas, el efecto que tenía en ella la luna.
Por eso le rezaban en tiempos de guerra, «para que la marea les fuese propicia».
—¿Y qué harás con tus hermanos de ahí fuera? —preguntó de repente la sibila, apuntando con su dedo a la entrada de la cabaña—. Bien sabes que muchos de los zerzura adoran a otros dioses. ¿Piensas enfrentarte a todos ellos?
El patriarca la observó con una mirada de fuego. Si cualquier otro de sus hermanos se hubiera dirigido a él de esa manera, Diente de Tiburón lo habría azotado en el acto, le habría quemado la lengua con tizones y luego habría arrojado su cuerpo a los perros. Nadie podía llevarle la contraria a un patriarca, mucho menos en público. Pero la sibila era sagrada. Su voz se alzaba incluso por encima del orden natural de la tribu, por mucho que le pesara.
—No hay más dios que Jhebbal Sag y nosotros somos su pueblo —respondió con dureza—. Ningún zerzura quiere la guerra contra otros hombres pero, si es a esto a lo que nos conduce el destino, mi brazo será el primero dispuesto a luchar. Como siempre.
Los nómadas vitorearon a su señor. Agitaron sus armas y juraron por el rey de los hombres que ellos también estaban dispuestos a todo. Algunos se hicieron cortes en los brazos para mezclar su sangre durante el juramento. El sudor volvió a su piel y ya no olían a expectación, sino a compromiso. En ese momento habrían dado la vida por un ideal.
Espuma de Mar hizo un gesto a los esclavos y estos repartieron los despojos de Bara, el venado, de acuerdo con el lugar que ocupaba cada uno en la tribu: los ojos eran para la bruja, el corazón para el patriarca y el hígado para los nobles. Después los músculos quedarían para los vasallos y la grasa para los esclavos. Nadie podía saltarse ese orden.
Comieron con ansia y al acabar, enardecidos, se giraron hacia la entrada de la cabaña, deseando afrontar lo que les aguardaba fuera: el resto de su pueblo.
En efecto, un centenar de nómadas se había reunido, como cada año, en el oasis de Zerzura, que aquellos que hablaban en griego conocían como el oasis del dios Min, a la sombra de los enormes farallones de piedra del mismo nombre. Desde todos los Reinos Rojos de Zerzura habían acudido los guerreros más notables con sus familias, sus animales y sus esclavos, para celebrar juntos la llegada del akasa o estación de las lluvias. La tradición nombraba a Min como dios de la fecundidad, y por ello los zerzura concurrían en aquel lugar santo y le ofrecían el sacrificio del cuerpo de Bara, el venado. En agradecimiento, el dios los premiaba con el regalo de la lluvia y las mujeres fértiles de cada tribu quedaban embarazadas.
El oasis consistía en una pequeña depresión de tierra roja entre los altos farallones. Cada año el agua de las lluvias discurría hasta la depresión y formaba un lago, alrededor del cual crecía una frondosa masa de palmeras que protegía a los zerzura del sol. Mes tras mes, el lago iba menguando hasta desaparecer casi por completo en las semanas previas al akasa. Entonces renacía, trayendo la vida consigo.
Siempre había sido así, desde tiempos remotos.