Por esa razón estaban allí el Pueblo de la Sal, el Pueblo Cocodrilo, los Hijos de los Acantilados de Hajuzah o el Pueblo del Amanecer. Diente de Tiburón había recibido en persona a todas esas delegaciones, que llegaron al oasis en los días previos. Eran caravanas fastuosas cargadas con valiosos presentes: oro, perlas, marfil, jade, tapices o esclavos negros. Nada era demasiado para la gran fiesta de los nómadas.
Sus dromedarios habían recorrido Zerzura a través de sendas que nadie más conocía, por donde las bestias circulaban con un bamboleo rítmico de sus sillas de montar. Sobre la joroba del animal situaban enormes estructuras de tela, madera y cuerdas, como si fueran castillos que viajaran por el aire. Cuanto más importante era un guerrero dentro de su tribu, más fastuoso debía ser su castillo, al que llamaban precisamente así. Los animales los desplazaban con un suave vaivén que habían bautizado como el baile sagrado, y que hacía que su imagen sobre la llanura recordara a unos navegantes meciéndose en el mar.
El ritual de bienvenida exigía que el patriarca aguardara solo en la senda de acceso al oasis del dios Min para mostrar su hospitalidad a los recién llegados. No en vano, el Pueblo de la Marea vivía allí desde que su gente tenía memoria, por lo que en aquel encuentro actuaba como anfitrión.
Los zerzura habían cambiado mucho como nación en la época en la que ocurrió esta historia. El contacto con otras culturas los había fragmentado y ya pocos de ellos recordaban sus tradiciones. En la práctica, no tenían otro punto en común que la fiesta del akasa, ceremonia que seguían respetando al pasar los siglos. Por lo demás, las tribus hablaban lenguas distintas, rezaban a su propio dios y además se preocupaban de demostrarlo, tanto en su vestimenta como en los adornos que lucían. Así, cada grupo vestía unas ropas distintivas, tocaba una música propia y olía a una hierba típica de su región, para que cualquiera pudiera reconocerlo desde largas distancias.
El más poderoso era el Pueblo de la Sal, proveniente del norte. Sus nobles solían vestirse con auténticas plumas de ave, sus túnicas eran de color púrpura y olían a salvia y menta, que desecaban y empleaban como fragancia —sobre todo para ocultar el sudor reseco y la tierra pegada a su piel después de semanas de viaje—. Adoraban a Alá y hablaban en árabe, pues su territorio lindaba con Berbería, la costa del Gran Mar, que todos los imperios del mundo codiciaban. Desde allí manejaban todo el comercio de la sal, tan necesaria para la conservación de la carne que los había hecho inmensamente ricos. Esa elevada posición social la demostraban cubriéndose de joyas elaboradas con cristales de sal, bien en collares, pulseras, tocados o anillos. Cuando se desplazaban por el desierto, el sol se reflejaba en las joyas hasta el punto de deslumbrar a sus enemigos y hacerlos vulnerables.
El patriarca de esa tribu era un negro gigantesco llamado Piel de Leopardo, célebre por su crueldad, pero también por su belleza.
Una vez en el poblado, la ley marcaba que las mujeres zerzura quitaran a los recién llegados sus ropajes, los bañaran en grandes tinas de agua fresca y luego los vistieran con suaves chilabas de algodón. Se decía que muchas de ellas se habían enamorado de Piel de Leopardo y que, si Diente de Tiburón tenía a bien entregarlas al harén del patriarca norteño, eso estrecharía los lazos de hermandad entre ambas tribus.