Océano la observó con rabia.
—Es así —contestó de mala gana, practicando una corta reverencia.
El patriarca los miró con una turbación extrema, a medio camino entre aterrado y seducido por el poder que había a su disposición. La Llave del Infinito era suya, lo que causaba en él una rabia inmensa de gritar, subir hasta el cielo y dominar el infierno. Por el interior del objeto se deslizaba la propia vida. De su sonido nacían dioses a cada instante. Encaramado en aquellas terribles notas musicales, podía recorrer el cosmos entero. Pero para eso necesitaba darle al cosmos una demostración.
Entonces se giró hacia la Hermandad de las Arenas y ordenó:
—Destruid a los hombres leopardo.
Océano apretó los dientes, montó en su corcel de viento y lanzó un grito monstruoso a sus hermanos, un llamamiento de ultratumba en busca de sangre fresca. Todos desenvainaron las armas, espadas largas con hojas luminosas y lanzas de puntas brillantes que rezumaban una magia oscura. En ese momento dejaron de parecer humanos y se mostraron tal cual eran en verdad: unas fieras ansiosas por matar a las que se les había dado un objetivo.
Sus voces sonaban cavernosas y salvajes. Sus manos parecían garras que se contraían en torno a las riendas. Los animales que montaban respondieron al llamamiento y galoparon con la misma rabia que sentían ellos. La Hermandad de las Arenas se lanzó a la llanura como una ráfaga de viento maligno, mientras los nómadas y sus atacantes temblaban por igual, pues sabían que nadie podría sobrevivir a algo como eso. Se desplazaban más por el aire que por la tierra, aullando, chillando su agonía permanente. Eran almas en pena, pero también asesinos de un poder brutal.
Golpearon el frente de batalla con una voracidad infinita y el sonido de la carne rasgada atravesó el desierto. Pero, de una forma extraña, atacaron con una precisión exquisita y evitaron a los nómadas por completo. Estos, paralizados, vieron cómo las sombras fugaces de unas túnicas blancas pasaban a su lado sin tocarlos y respiraron aliviados. En cambio, las temidas espadas fantasmales cortaron en dos a los monstruos, destrozaron sus miembros, arrasaron sus cuerpos fornidos y los esparcieron sin cuidado sobre la tierra. Algunos todavía se esforzaban en contraatacar e intentaban clavarles sus garras y dientes, o herirlos con sus propias armas, pero entonces los espectros se deshacían como si estuvieran compuestos de humo. En cambio, sus hojas cortaban por igual músculo y hueso como una oleada de muerte.
La Hermandad de las Arenas atacó en silencio, sin necesidad de comunicarse entre ellos para cumplir su macabra tarea. Cada movimiento parecía irreal, etéreo, como si fuera la propia niebla del desierto la que estuviera acabando con la vida de los hombres leopardo. Los zerzura se apartaron de ellos con una sensación de asco. No estaban contemplando una batalla, sino una matanza, como cuando ellos mismos sacrificaban a sus cabras para la fiesta del akasa.
Fue apenas el tiempo de un suspiro que llenó el Rompeolas de sangre y cuerpos cercenados, con la destrucción absoluta de un ejército bien entrenado que nunca tuvo la más mínima oportunidad.
Un instante después, los zerzura se encontraban solos, rodeados de una cantidad apabullante de restos, mientras la Hermandad de las Arenas volvía a la atalaya.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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