—¿Has visto cómo está el cielo? —preguntó la sibila a su aprendiz en un susurro.
—Sin una sola nube, maestra —respondió Espuma de Mar, con la voz marcada por el terror.
El Año sin Lluvias, la peor de las maldiciones que podían caer sobre el oasis de Zerzura. La condenación de todo un pueblo.
Alrededor del amplio altar de piedra, la sibila había construido su cabaña, hecha de troncos de madera en cuya superficie había pintado símbolos arcanos. Ni uno solo de ellos era comprensible para el resto de la tribu. La bruja separó la tela de piel de dromedario que bloqueaba la entrada y los cabezas de familia se apretujaron en su interior. Nada más llegar, sintieron en la cara una bofetada de aire viciado y olor a podredumbre y quemadores de incienso. Respiraban con dificultad, dominados por el terror ancestral que les provocaba la magia y una inevitable sensación de encontrarse indefensos. En aquella tienda malsana no podían defenderse con espada y lanza, que era a lo que estaban acostumbrados, por lo que todos reaccionaban como niños pequeños.
Y ella se divertía sabiendo que estaban en sus manos.
La sibila podía notar sus emociones en cada suspiro, en cada murmullo nervioso, en el olor espeso de su sudor. Los zerzura pretendían dominar a los espíritus del desierto, pero a la vez les asustaba el poder que tenía a su disposición aquella mujer extraña. Ah, si la hubieran conocido en tiempos remotos…
Ella aún recordaba la época en la que los dioses caminaban sobre la tierra y manipulaban el destino de los hombres como les parecía bien. Era la hegemonía de los grandes imperios, de los que ya no quedaban más que ruinas bajo la arena. Desde entonces, la situación había cambiado por completo. Los reinos se habían fragmentado y el poder de los dioses con ellos. Las coronas recaían ahora en hombres corrientes que no obedecían los dictados de ningún panteón, y por ello solo pervivían algunos espíritus menores. Precisamente por eso, el pueblo vivía angustiado de que la magia volviera a ganar poder, a sabiendas de que, si tal cosa ocurría, ellos se convertirían de nuevo en sus esclavos. Y mientras, antiguas magas como la sibila intentaban negociar con los espíritus para que actuasen a su favor.
Los esclavos subieron el venado al altar, fijaron sus patas a los pilares de la cabaña y se marcharon. La mesa de piedra mostraba en su superficie una intrincada red de surcos que dibujaban círculos y figuras misteriosas. En su interior, restos de sangre de siglos de antigüedad le contaban historias a la bruja. Muchos pueblos antes que el suyo habían sacrificado vidas a los dioses sobre aquel altar: muchos dioses distintos, pero la misma intención de obtener sus favores. El venado estaba vivo: lo habían drogado con el jarabe de flores de maat para que el poder de la vida aún corriera por sus venas durante el hechizo.
—Estad atentos —ordenó la sibila—. Los dioses nos contemplan esta noche.
Tomó de un cofre labrado el cuchillo de piedra de los primeros hombres, con el que trazó una larga línea recta en el vientre de Bara. La sangre discurrió sobre el altar y su olor se extendió por la cabaña, mientras ella recitaba una y otra vez la misma plegaria. Empleaba para ello una lengua desconocida, pero que a todos les parecía reconocer de mucho tiempo atrás, de otras vidas. Era el conjuro de los hombres serpiente, que la humanidad más primitiva había empleado en la época de las cavernas.
⸺Ka nama kaa lajerama… Kan ama kaa lajerama…