El consejero Driza, que era un experto tirador, se echó a la cara su espingarda, el rifle de largo alcance con el que los zerzura se habían ganado el respeto de toda África. Pocos pueblos dominaban el fuego a caballo con tanta pericia como los nómadas, fruto de siglos de entrenamiento con arco y flechas, para después asumir las armas de pólvora que habían traído consigo los árabes. Estribor, Cataviento y otros tiradores dispararon casi a ciegas, sin tiempo para apuntar, aun a sabiendas de que todavía se encontraban muy lejos para acertar a los perseguidores. Ni siquiera estaban seguros de si aquellos eran demonios o bestias a las que se podía matar, pero por lo menos atrajeron su atención y la despistaron un momento del jinete que huía.
Al acercarse a la selva, Diente de Tiburón pudo ver con más nitidez a sus enemigos: eran criaturas horrendas, mitad humanos y mitad leopardos, capaces de movimientos vertiginosos. Estaban cubiertos por la piel moteada de la bestia, con ojos llenos de odio y unas fauces enormes. Los nómadas temblaron: entre aquellos colmillos cabía perfectamente la cabeza de un hombre.
—¡Disparad! —chillaba el patriarca–. ¡Tenemos que proteger a Sotavento!
El jinete avanzaba con desesperación, girando la cabeza y atisbando lo que se le venía encima.
Los monstruos saltaron más allá de los árboles y, cuando pisaron el suelo, quedaron por fin a la vista de los zerzura. Eran gigantes de piel negra, vestidos con anchas correas que se ceñían a sus músculos y, sobre ellas, la piel de un leopardo a modo de manto. Sobre el cráneo lucían máscaras con la forma de la cabeza del animal y en las manos usaban guantes confeccionados con garras. Se desplazaban a dos, tres o cuatro patas, mientras esgrimían espadas cortas o lanzas rematadas por puntas de piedra, con una habilidad que recordaba a la de los simios, no a la de los humanos.
Estaban liderados por un ser mitad mujer y mitad leopardo, de piel brillante y miembros fornidos. No llevaba armas, pero sus colmillos eran los más afilados y se movía más deprisa que ningún otro, con una ferocidad que ponía los pelos de punta. Cuando llegó a la Tierra sin Sombra, ese monstruo lanzó un rugido grave y profundo que a los zerzura les pareció más propio de un demonio que de un ser vivo.
Diente de Tiburón fue el primero en reaccionar a aquella oleada. Aseguró el estandarte en la silla de montar, agarró con fuerza la espada y azuzó al dromedario. Frente a él, veinte hombres leopardo corrían detrás del jinete, sin hacer caso a otros tantos nómadas que cabalgaban a su encuentro, mientras el resto de la tribu se mantenía por detrás. Resultaba obvio, al menos para la mentalidad del patriarca, que ellos tendrían ventaja en aquel terreno, pero parecía que los atacantes no lo veían de esa forma. Avanzaban en línea recta con una determinación que les provocó un escalofrío a todos. No se enfrentaban a animales sin conciencia, sino a un verdadero ejército con ansias de batalla.
—¡Cubrid a Sotavento! —les gritó a los suyos.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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