El patriarca tomó aire con fuerza. Su mirada seguía perdida en el horizonte, con una fijación tan completa que no había notado el delicado temblor en la voz de la sibila. Solo pensaba en lo que habría detrás del Rompeolas.
—Nadie nos aseguró que fuéramos a regresar todos con vida —respondió finalmente—. Lo único que nos importa es Histah, y no nos detendremos aquí.
Pero su actitud no era tan firme como quería aparentar, de modo que seguía paralizado en su atalaya con los ojos vacíos. La bruja se estremeció ante esas últimas palabras.
—Diente de Tiburón… yo os he avisado de lo que se acerca… pero no todo tiene que ocurrir como quieren los dioses… Hay algunos hilos del tapiz que podemos cambiar… Decisiones que no son inamovibles.
Los nómadas la miraron con sorpresa, como si de pronto se hubiera roto su fantasía, en la que llevaban inmersos muchas jornadas.
—¿Cómo decís?
—Se avecina una catástrofe —respondió ella—. Hay dioses cósmicos pendientes de la venida de la serpiente del caos, esperando que los mortales hagamos nuestra parte para que así ellos puedan declarar una guerra.
El patriarca la miró con ansiedad.
—¿Una guerra? ¿Contra quién?
La sibila respiró hondo antes de contestarle.
—Contra toda la humanidad. Así el mundo les quedará solo para ellos.
Un escalofrío recorrió al consejero Driza y a los mejores guerreros de la tribu, que de pronto sintieron que eran juguetes en algo demasiado complejo para que pudieran comprenderlo. Señales en el cielo, en un espejo manchado de sangre, en las vísceras de un venado. Las viejas historias cantadas junto a las hogueras se estaban haciendo reales y, por una vez, ya no tenían tan clara la forma en la que debían actuar.
Pero todas esas dudas y ese temor desaparecieron con el grito brusco de Sotavento.
—¡Allí! ¡Mirad!
En ese instante creyeron que la jungla se abría como una flor y dejaba paso a una visión de otro mundo: un gigantesco cráneo pelado, tan alto como una montaña. Su superficie gris estaba invadida por la vegetación, que se esforzaba en trepar por los dientes afilados y las profundas cuencas de los ojos, mientras que su parte posterior permanecía oculta por la masa de árboles. Diente de Tiburón lo miró con espanto y susurró dos palabras:
—Jhebbal Sag.
En efecto, aquello debía ser lo que quedaba de la cabeza del rey de los hombres, igual que los picos nevados eran sus costillas. Estaban contemplando la prueba de que una vez habían caminado gigantes sobre la tierra y de que se habían matado entre ellos muchos siglos atrás. La boca huesuda se abría en una sonrisa permanente en la que brillaba una especie de gema. El patriarca supo que eso era lo que habían estado buscando durante generaciones, lo que su pueblo ansiaba.
—Debemos seguir —anunció—. Ahí se encuentran todas nuestras respuestas.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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