La siguiente línea la formaban unos extraños animales que los zerzura no habían visto nunca, pero de los que habían oído hablar a sus antepasados. Semejantes a leopardos, pero más corpulentos y a la vez más ágiles y con una piel enteramente dorada. Sus ojos brillaban con un tono rojizo y al ver a los nómadas les dedicaron un largo gruñido. Se trataba de Hiram Rey, el leopardo dorado, el más temido de los espíritus del desierto, que atacaba a los nómadas durante las noches de pesadilla y los devoraba de dentro hacia fuera.
Pero más sorprendente aún era la comitiva que los seguía. Parecieron llegar montados en la propia niebla, como si esta se deshiciera en briznas y flotara suavemente por el suelo, con patas larguísimas que apenas se apoyaban. El aire los mecía y en ocasiones jugaba a disiparlos para que después se formaran unos pasos más allá. Esos corceles de viento se movían más deprisa que cualquier otro animal, lo que resultaba especialmente útil para la misión de sus jinetes. Etéreos, irreales, los nómadas que los cabalgaban lucían túnicas de un color blanco brillante de las que brotaba un fulgor sobrehumano, igual que de sus ojos. Montaban en un equilibro imposible, más deslizándose por las corrientes de aire que trotando sobre la llanura, pero no perdían su imagen de salvajes guerreros del desierto. En sus sillas de montar también llevaban espadas y lanzas como las de los zerzura.
El primero de la horda, un coloso de mirada intensa, se apeó de su corcel y se presentó ante la Llave del Infinito, que seguía emitiendo sonidos vibrantes, como un eco que resonaba en toda la Creación. Conforme más se acercaba a la atalaya, más humano parecía aquel ser, aunque todavía lo rodeaba un aura de luminiscencia. De sus ojos brotaban las llamas del infierno, rabiosas contra aquellos que lo habían convocado, y en su mano izquierda ondeaba una enseña: una serpiente que se deslizaba sobre la arena. El animal que moría y resucitaba mil veces, pero siempre volvía al mundo.
—Yo soy Océano, patriarca de la Hermandad de las Arenas —dijo, con una voz de odio mal disimulado—. Mi pueblo es el de los espíritus sin descanso, las almas en pena que vagan entre las dunas hasta purgar sus pecados. Nuestra misión es la de aullar por las noches para enloquecer a los hombres y conducirlos al mal. Pero hoy hemos sido atraídos por la Llave del Infinito. ¿Quién es el responsable? ¿A quién nos debemos?
El Pueblo de la Marea al completo se estremeció de pavor al contemplar a sus leyendas hechas realidad. Aquellos espectros intentaban asemejarse a los humanos, pero precisamente esa intención los volvía aún más demoníacos, ya que era obvio que sus armas y sus monturas no constituían más que un disfraz que no podía ocultar su naturaleza: bajo sus velos y turbantes se encontraban seres provenientes del infierno.
Pero quien más se estremeció fue Diente de Tiburón, a quien la voz del recién llegado le provocó un escalofrío. Océano, en cambio, solo le dedicó una mirada breve, ya que tenía su atención centrada en el objeto.
En ese momento la sibila dio un paso hacia él, sonrió satisfecha y señaló al patriarca mientras decía:
—Este es Diente de Tiburón, heredero del linaje de Jhebbal Sag y portador de la Llave del Infinito. —Su voz saboreaba cada palabra con una sensación de triunfo completo—. Por tal poder, estáis atados a su voluntad. Puede ordenaros lo que le plazca y tendréis que obedecerlo. ¿No es así?
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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