Quedaron rotos como muñecos de trapo, incapaces de mostrar resistencia. Algunos todavía estaban dispuestos a desenvainar las espadas takouba y recibir con ellas a sus atacantes, pero apenas eran unos pocos. Clavaron la punta en el pecho fornido y brutal de los hombres leopardo, lo que provocó rugidos de desesperación, pero la mayoría de los zerzura murió en el acto, sin defensa posible.
Diente de Tiburón contempló la batalla y sintió una furia roja y brutal que le invadió el pecho. Apretó los dientes y notó cómo la sangre de sus hermanos le gritaba desde la llanura exigiendo venganza. Sus ojos se cubrieron de un velo turbio que no le permitía ver más que los actos de sus enemigos y fue consciente de lo que debía hacer para combatirlos. Él era el patriarca del Pueblo de la Marea, el heredero del rey de los hombres. Los últimos hijos del mar de África estaban a su cargo y dependían de cómo actuara en ese momento. Estaba cansado. Era viejo y había luchado en demasiadas guerras, pero en más guerras todavía se había visto obligado a huir, siempre pensando en el bien de los suyos, en conservar el oasis, en resguardar el culto. Ya no más. A partir de ese día, no habría más huida, no volverían a retirarse nunca. Ahora había llegado el momento de despertar a su dios.
Caminó hasta el borde de la atalaya, levantó entre sus manos el enorme objeto, se lo llevó a los labios y lo hizo sonar. El aire resonó en el interior de las impresionantes volutas y salió convertido en un rugido grave, poderoso, como de tiempos antiguos. Sonaba a palacios olvidados, a razas perdidas. Sonaba a magia primordial de dioses y hombres que los pueblos modernos habían olvidado.
Sus ondas atravesaron el desierto a una velocidad imposible, se hundieron en los pozos y subieron a las alturas, donde anidaban pájaros desconocidos. Llamaron a las bestias más terribles y a los espíritus de las arenas. Finalmente convocaron a todos los seres de la creación para que se presentaran de inmediato ante su nuevo dueño. Ese era el poder de la Llave del Infinito: romper la barrera que separaba a los hombres de las bestias y atraer a estas últimas ante la presencia de quien la hiciera sonar.
Los zerzura se estremecieron de pavor. ¿Qué clase de magia oscura era aquella? ¿Cómo podía un objeto, por poderoso que fuera, actuar sobre el universo entero y ponerlo a sus órdenes?
La batalla de detuvo en el acto. Uno y otro bando quedaron paralizados ante aquel sonido monstruoso que recordaban haber oído en los tiempos más antiguos de su raza. Miraron hacia Diente de Tiburón, que de pronto se había convertido en una deidad. Retiraron las armas manchadas de sangre de los cuerpos de sus enemigos y aguardaron una reacción desde la atalaya, de donde venía aquel misterioso embrujo.
Nadie había presenciado con anterioridad aquel milagro, pero todos habían soñado alguna vez con él.
El sol empezó a ocultarse. De la profundidad del desierto llegó una masa irregular de formas extrañas que caminaba sobre la ḥammāda y a través de la naciente bruma. Zorros, chacales, panteras e incluso leones avanzaban juntos por primera vez en la historia del mundo. Las aves se reunían en torno a aquel lugar sin emitir un sonido. El silencio era cada vez más terrible, pues demostraba que todos aquellos seres reconocían la magia ancestral de la Llave del Infinito a pesar de sus distintas naturalezas. La imagen asombrosa de cientos de fieras actuando juntas se combinaba con la de un silencio sagrado que todas debían respetar.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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