De un modo instintivo, los tiradores separaron en dos al grupo: los más veloces galoparon hacia la izquierda, guiados por Estribor, para tomar una posición que les permitiera disparar un fuego cruzado hacia sus enemigos; mientras que el resto siguió con el patriarca, apuntando sus armas a la vanguardia de los monstruos. Pronto llegaron a una distancia adecuada para sus disparos. Los hombres leopardo gritaron y saltaron con el fin de esquivar el ataque, pero varios fueron derribados por las balas de los zerzura.
Sotavento no se detenía. Estribor dio órdenes a los hombres que avanzaban con él y abrió fuego sobre los monstruos en una trayectoria oblicua. Los atacantes no parecían conocer aquellas armas, pero tampoco se detenían al ver los estragos que causaban estas en su formación. Solo corrían y corrían en busca del jinete: eso era lo único que les preocupaba de verdad.
Diente de Tiburón aprovechó la cobertura que le ofrecía el segundo grupo para llegar hasta él y tomar al dromedario de la rienda. Después, en un solo movimiento fluido, hizo girar al suyo y ambos animales se dirigieron hacia la atalaya. Los nómadas se detuvieron en pleno avance y los protegieron con sus fusiles, pero eso tampoco detuvo la ofensiva de los monstruos. El choque entre ambas formaciones resultó brutal.
Los hombres leopardo clavaron sus fauces en las patas de los dromedarios, que cayeron rodando por el suelo. Saltaron sobre los jinetes y los destrozaron con sus garras, que deshacían la carne a zarpazos. Los nómadas seguían disparando hacia ellos, pero ahora ya los tenían encima como para poder usar bien los rifles. Algunos consiguieron desenvainar sus espadas, solo para que se las arrebatasen con la primera embestida. La resistencia se vino abajo al instante y la compacta fila de los nómadas quedó hecha pedazos. Pero ninguno consideró retirarse, ni huir, ni pedir auxilio. El patriarca había ordenado proteger a Sotavento y eso era lo que iban a hacer.
Mientras, Diente de Tiburón llegó hasta el punto relativamente seguro de la atalaya de piedra. Sotavento lo observó con orgullo y extrajo de sus ropas un objeto.
—Lo he conseguido, mi señor —dijo, casi sin aire—. Es la Llave del Infinito. Con esto podremos derrotar a cualquier ejército y recuperar el orgullo de nuestro pueblo.
El patriarca miró extrañado el objeto. No había diosa, ni serpiente. Solo una reliquia. Giró la cabeza en dirección a la batalla, donde sus hermanos estaban muriendo en masa, y sintió una angustia terrible que se le clavaba en el pecho. Los monstruos habían superado la primera línea de defensa de los nómadas y se dividían en dos grupos: unos marchaban sobre los tiradores y los hacían pedazos con sus garras, mientras que los otros, liderados por la mujer leopardo, se dirigían hacia ellos. Intentó pensar una estrategia que les permitiera volver las tornas cuando apareció junto a él la sibila.
—Lo habéis conseguido… Tenéis en vuestras manos el tesoro.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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