Diente de Tiburón la observó con espanto.
—¿Qué dices, mujer? ¿Esto es el tesoro?
La sibila cabalgó hasta ellos en su pequeño dromedario, seguida por su aprendiz, y miró fijamente la reliquia. Sus ojos parecían dos piedras de fuego.
—Sí, patriarca… Este es el Cuerno de Jhebbal Sag, ahora entiendo la naturaleza de mis visiones. La Llave del Infinito es lo único que queda del culto al rey de los hombres, que hace siglos gobernó el mar de África. Ya no existen los navíos blancos, ni los reinos, ni los palacios de Jhebbal Sag. Pero su magia, capaz de poner bajo sus órdenes a las fieras, aún vive aquí.
El patriarca le dedicó una mirada oscura e indescifrable. Sotavento levantó el objeto hacia él, sin que se decidiera a cogerlo. La sibila bajó la mirada e hizo un gesto de devoción.
—Esos que nos atacan son los hombres leopardo, mi señor —continuó—, el ejército de los Reinos Negros. Ningún arma humana puede acabar con ellos. Vendrán más y más cada vez hasta que recuperen la Llave del Infinito. Nuestra única opción es emplear la magia de Jhebbal Sag, pero eso no puede hacerlo más que alguien de su misma estirpe, un heredero de su misma sangre.
Diente de Tiburón se fijó en la reliquia con una mezcla de rechazo y fascinación. Se trataba de un cuerno fabricado con un extraño metal oscuro, con un extremo acampanado y una superficie cubierta de símbolos que ni siquiera él entendía. El aire parecía moverse en su interior de forma cíclica y al son de su dulce vaivén temblaba el universo entero. Apenas lo miró un instante, pero su cabeza empezó a dar vueltas, perdida entre aquellas circunvoluciones que representaban constelaciones remotas, leyes sagradas que controlaban la vida de los hombres y seres del cosmos profundo. Entonces supo que aquel ingenio podía alterar las cosas como le viniera en gana. La creación entera dependía de qué manos guiaran su sonido.
—¿Es… es auténtico? —preguntó, dominado por un miedo ancestral.
—Sí, mi señor —dijo Sotavento—. He estado en el templo que hay en la Selva sin Nombre y he visto lo que hacían allí en otra época. Los sacrificios, los rituales… Esta magia proviene de la sangre y se alimenta de ella.
El patriarca se acercó a él con expresión aterrada. Podía sentir el poder que emanaba de aquel objeto, con la capacidad de convertirlos en amos del mundo. Sus manos temblaron cuando lo sostuvo frente a sus ojos. Era mucho más ligero de lo que había imaginado.
Abajo, en la planicie, la segunda línea de los zerzura arremetió contra los hombres leopardo con sus lanzas por delante. Los dromedarios marcharon al galope y las puntas de bronce atravesaron la piel de los monstruos. Su sangre se derramó por la tierra, una sangre que no se diferenciaba en nada de la de los mortales. La embestida los cogió por sorpresa, pues en ese momento concentraban su atención en seguir el rastro de Sotavento, de manera que los nómadas diezmaron sus filas en un instante. Pero los monstruos se volvieron enseguida contra ellos y, mediante sus garras, sus quijadas y sus propias armas de piedra, los destrozaron. Saltaron hacia las sillas de montar con una fiereza como nunca se había conocido en el desierto, más terrible incluso que la de chacales y panteras. Alcanzaron a aquellos jinetes antes de que se pudieran defender, destrozaron sus lanzas, rajaron sus cuerpos y los empujaron al suelo pedregoso.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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