—Mi señor, permitid que un avanzadilla explore el lugar —intervino Sotavento—. No tiene por qué arriesgarse toda la tribu. Dejad que guíe a unos cuantos de los nuestros y os traeré la cabeza de la serpiente del caos.
Diente de Tiburón asintió y seleccionó un grupo de cazadores. De entre los nobles del Pueblo de la Marea, eligió a Aleta Gris y Atardecer. Ellos portarían la espada takouba, la lanza y el fusil llamado espingarda. De entre los vasallos, Ojos de Imbornales y Deriva. Ellos no tenían permitido usar espada, de modo que se defenderían con mazas de piedra, las mismas con las que molían el grano o ablandaban la carne. Por último, algunos esclavos tendrían que acompañar al grupo y servirles de guía, ya que, por lógica, debían de conocer aquel territorio mejor que los zerzura. Unos cuantos se ofrecieron voluntarios, cuatro en total, a las órdenes de Bolgani, líder de los negros de la tribu.
El joven Sotavento hizo un gesto de orgullo. Le agradaba que el patriarca confiase en él de esa manera. Aquella era una misión importante para el destino de todos los zerzura y él iba a estar al mando. Sería el primero en contemplar de cerca el rostro de Jhebbal Sag, del que había oído hablar tantas veces a lo largo de su vida.
Diez hombres se pusieron en marcha, los nobles y los vasallos montados en dromedarios, y los esclavos a pie. No hubo despedidas, cada uno sabía cuál era su función. La tribu los vio alejarse cantando la estrofa final de Yılan, el himno de su pueblo:
—Recuerda, hermano,
los tiempos antiguos,
cuando el desierto era un océano
y los zerzura éramos capitanes
de una flota dorada».
Con el fatalismo y la devoción que embargaba aquella travesía, los hombres del destacamento se alejaron, con las armas listas por si, como todo parecía indicar, encontraban resistencia.
Diente de Tiburón permaneció quieto en la atalaya y observó en silencio los movimientos del grupo, cómo este llegaba a la selva, ataba los dromedarios a un tronco y se perdía entre aquella frondosa vegetación. Pronto no los tuvo a la vista y solo le quedó esperar. El destino del mundo estaba en sus manos y él lo sabía.
Entonces el patriarca recordó que al Pueblo de la Marea también lo llamaban antiguamente el Pueblo del Mensaje, ya que eran los únicos que todavía recordaban a Jhebbal Sag. En épocas remotas, todos los hombres habían sido hermanos entre sí y hermanos de todas las bestias. Hablaban un lenguaje común y se respetaban. La serpiente del caos había roto ese equilibrio, había hecho que los hombres hablaran lenguas distintas y vivieran en lugares alejados los unos de los otros. Creó las razas y las naciones para que nunca pudiera existir de nuevo esa hermandad. Entonces los hombres fueron tan estúpidos de creérselo y de empezar a luchar los unos con los otros.
Solo el Pueblo del Mensaje conocía la verdad, y por ello se había puesto como objetivo recorrer el mundo explicándoselo a todos esos pueblos que no lo recordaban. Habían llegado incluso a Caledonia, muy al norte, donde se enfrentaron a las legiones romanas, que los llamaron pictos, es decir, «los pintados». Ya no quedaba ninguno de aquellos guerreros, pero ahora, en pleno desierto de Zerzura, todos sus ancestros podrían encontrar al fin la justicia que merecían.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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- Veintiuno
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