En los tiempos del régimen franquista las cosas funcionaban de un modo diferente. El mundo de la cultura estaba sometido a una fuerte censura, tanto en el cine, en la televisión y en el teatro, como en la música, en la literatura y en el periodismo. No digamos en cuestiones políticas. Recuerdo perfectamente a Pepe, un buen conocido de aquella época en Santiago de Compostela de los años setenta del pasado siglo XX. Se trataba de un brillante estudiante de derecho que estaba metido en un grupo de resistencia al régimen de Franco, el FRAP (Frente Revolucionario Armado Popular).
Este chico —no había cumplido los veinticinco— sólo estaba involucrado en infraestructuras de propaganda. Era uno de los que tiraban los panfletos en las facultades. Desgraciadamente, un día lo pillaron en plena faena —esa es la mejor expresión— y lo llevaron sin miramientos a las dependencias policiales, muy próximas a la calle del Franco. El interrogatorio fue muy duro y terminaron llamando al célebre Billy el Niño, que se trasladó de Madrid para “completar” la investigación. Cuando lo dejaron libre, al cabo de unos días, su padre lo estaba esperando frente a la puerta de la Comisaría, pero al principio no reconoció a su hijo, tales fueron las magulladuras —las más visibles— que le produjo el “especialista” madrileño, aunque no todos los policías eran así.
La calle del Franco, por cierto, era la calle más frecuentada por los estudiantes porque estaba llena de bares y tascas que ahora se han reconvertido en restaurantes caros, como le ocurrió al llamado “42”, que tenía el suelo de la parte trasera de tierra batida y con unos barriles para apoyar las tazas y que ahora, por cuestiones del turismo —los Años Santos tuvieron mucha culpa—, es un buen restaurante que del pasado sólo conserva el nombre y que sigue siendo un sitio muy recomendable, pero no para ir de vinos como se acostumbraba antaño.
Lo mismo les pasó a muchos otros que se convirtieron en comercios de souvenirs para turistas porque ahora es lo más rentable. A la mayoría de las librerías les pasó lo mismo y en la memoria se han quedado la Librería González y la Librería Fonseca, entre otras muchas, y alguna de índole religiosa que estaba al final de la Rúa do Vilar.
Al principio de la Rúa do Villar había una librería en un portal atendida por un hombre muy profesional y donde podían encontrarse los libros más curiosos, además de algunos prohibidos por el régimen franquista. Bajo las escaleras del mismo portal existía una pequeña puerta que daba acceso a un almacén en el que sólo entraba el librero. Allí guardaba las obras más comprometidas y sólo se las vendía a gente de mucha confianza.
Uno de los libros que en aquel momento estaba prohibido era No me avergoncé del evangelio, escrito por el sacerdote navarro Marino Ayerra y editado por primera vez por la Editorial Periplo, en 1958, en Buenos Aires (en la actualidad se puede encontrar sin ningún problema en cualquier parte, incluso en Amazon). En cierta ocasión, la policía secreta —la llamada “social”— estaba investigando la venta de obras de ese tipo, obras de las consideradas subversivas. Conviene aclarar que casi todo el mundo tenía identificada a la policía secreta de Santiago de Compostela.
Un buen día, un policía joven, casi recién llegado, y que se le notaba que era policía, se acercó hasta esa librería y no se le ocurrió otra cosa que preguntarle directamente al librero por ese libro: “¿Tienen ustedes el libro No me avergoncé del evangelio?“ El librero, que lo identificó al vuelo, le contestó sin inmutarse: “Los libros religiosos los venden en la librería que hay al final de la calle”.